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Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga

Escritor uruguayo (31 diciembre 1878 – 19 febrero 1937), considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos.

En los Cuentos de amor de locura y de muerte, Horacio Quiroga mira con atención lo más brutal de la naturaleza y del alma humana, con un resultado literario por momentos escalofriante. Estos relatos muestran un retrato crudo de las asperezas de la vida, especialmente cuando la existencia es llevada al límite de la supervivencia; ofrecen también una aguda percepción de las emociones y del entorno agreste; una profunda exploración de la conciencia.

“Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando fuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa…” (La gallina degollada)

Horacio Quiroga fue un escritor de su tiempo. Eslabón entre el siglo XIX y el XX, sus relatos fueron precursores de varias corrientes que se consolidarían años después en América Latina, como la literatura fantástica, la sobrenatural y la psicológica. Su pluma contribuyó a modelar ese vasto universo que poco a poco adquiriría personalidad propia hasta ser finalmente bautizado como literatura latinoamericana.

Quiroga es un antecesor innegable en la obra que desarrollaron Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez.

“Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían ellos, los caballos libres! Hay que advertir que el alazán y el Malacara poseían desde esa madrugada alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera” (El alambre de púas).

Con la influencia temprana de Edgar Alan Poe (de quien retomó el misterio y el estilo narrativo), Antón Chéjov (el toque de ironía), Rudyard Kipling (la ambientación selvática), Guy de Maupassant (el patetismo), así como de Fiodor Dostoievski y Rubén Darío, Quiroga emprendió una alucinante incursión en lo sobrenatural a través de personajes que se adentran en regiones inhóspitas del medio natural o del alma humana.

“El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con un juramento, vio una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque […] Bueno, esto se pone feo -murmuró mirando su pie, lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo la carne desbordaba como una monstruosa morcilla” (A la deriva).

Publicado en 1917, Cuentos de amor de locura y de muerte rompía con los remanentes literarios decimonónicos para instalarse en un atroz realismo literario, tan atroz como el capitalismo periférico y salvaje de América Latina basado en la extracción de materias primas en las condiciones más extremas.

“Yaguaí vio lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosque tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto y duro y la actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación, vicios adquiridos; todo se borró en un segundo ante las ratas que salían de todas partes” (Yaguaí).

El historiador en literatura Seymour Menton señala que entre las dos guerras mundiales surgió en Latinoamérica el criollismo, una literatura con tema y estilo netamente americano. Menton considera que Horacio Quiroga es una figura clave en el origen de este movimiento. “La Primera Guerra Mundial destruyó la ilusión de los modernistas de que Europa representaba la cultura frente a la barbarie americana. La intervención armada y económica de los Estados Unidos en Latinoamérica contribuyó a despertar la conciencia nacional de los jóvenes literatos. Los criollistas ubicaban sus novelas y sus cuentos en las zonas rurales, donde vivían los representantes más auténticos de la nación”. Y agrega Menton: En la primera etapa del criollismo, 1915-1929, predomina el tema de civilización contra barbarie.

En ese contexto, los personajes de Cuentos de amor de locura y de muerte son capaces de lidiar con las abrumadoras fuerzas de la naturaleza (como en el relato Yaguaí o en Los pescadores de vigas); no obstante, son enormes las probabilidades de sucumbir ante el poderío natural (A la deriva, Insolación, Los mensú), o de caer víctima del terror ante lo inexplicable (Los buques suicidantes), o de ser devorados por elementos de la  cotidianidad rural (El almohadón de plumas). En ocasiones, Quiroga encuentra que el camino a la locura no está en la jungla, y que para perder la razón basta con transitar la maleza desquiciante del alma humana (El solitario) o confrontar la red de prejuicios que el ser humano construye en sociedad (Estación de amor). Aunque en menor grado, la ironía y el humor negro también palpitan el estos relatos (La miel silvestre, Nuestro primer cigarro). Incluso el libro cierra con un relato sorpresivamente “optimista” (La meningitis y su sombra), en contraste radical con otros relatos estremecedores y brutales, como La gallina degollada o El almohadón de plumas.

La locura de todos los días

El escenario de trasfondo en los relatos de Horacio Quiroga fue un mundo violento y cambiante, con alzamientos populares y revoluciones. Él, por su parte, exploró diversos oficios y vivió en regiones selváticas. No le fue ajeno referir los avatares del ser humano enfrentado a la agonía, a la enfermedad, al miedo a lo sobrenatural, al trabajo esclavizante, al fracaso, al infierno conyugal.

“Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Silex con quince compañeros […] Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos. ¡Nueve meses allá arriba! […] volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida en el obraje era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban […] De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de la contrata. Como intermediario y coadyuvante espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ Ahijú! de urgente locura” (Los mensú).

Sus personajes no son arquetipos aleccionadores ni héroes, carecen de cualidades excepcionales, son personas (o animales) comunes y corrientes enfrentando condiciones extremas, a desafíos de la vida, como la mayoría de su especie.

“Candiyú observaba el río con su anteojo. Las maderas habían comenzado a descender, cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas […] En una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas antes de llegar a la viga elegida. Árboles enteros, desde luego, arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún sobre su raigón. Algún tigre, tal vez, camalote y espuma a discreción -sin contar, claro está, las víboras” (Los pescadores de vigas).

En algunos relatos, Quiroga sondea las recónditas y oscuras zonas de la conciencia, pero no desde la frialdad o el distanciamiento clínico, sino viviéndolas con atormentada lucidez, con un enfoque tan trágico como su propia vida personal, marcada por una sucesión de muertes que no culminaron ni con su propio suicidio, ingiriendo cianuro a los 59 años (dos años después también se suicidó su hija).

“Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía fuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a lo que el hombre se siente arrastrado con fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona” (La gallina degollada).

“…Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto” (El solitario).

La mitad del camino

Quiroga alcanzó una técnica depurada con un estilo sobrio, ceñido, intenso, breve, acorde con su propia idea de la escritura:

“No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si entonces eres capaz de revivirla tal cual fue, haz llegado en arte a la mitad del camino”.

La reflexión del autor acerca del relato corto lo llevó a publicar en 1925 el Manual del perfecto cuentista, donde señalaba: “En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. Asimismo, recomendaba evitar el barroquismo y otros excesos estilísticos: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. Y algo nada difícil para su carácter solitario y huraño: “No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia”.

Aún en vida, el otrora considerado como un escritor vanguardista, fue menospreciado por los jóvenes escritores. Jorge Luis Borges dijo, lapidario: “Quiroga volvió a escribir los cuentos que Kipling ya había escrito mejor”. Tendrían que pasar varias décadas para que otra vanguardia revalorara su obra: la generación del Boom latinoamericano.

Juan Carlos Onetti fue implacable con los críticos: “Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban”. Sin dudarlo, afirmó: “Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera sea su tema, están construidos de manera impecable […] son cuentos tremendos escritos sin tremendismo” (“Hijo y padre de la selva”, El País, 20 febrero 1987).

Asimismo, Julio Cortázar en sus Diez consejos para escribir un cuento cita a Quiroga, en una de sus recomendaciones medulares: que el cuento debe ser un mundo propio.

Enrique Anderson Imbert, en Historia de la Literatura Hispanoamericana, refiere acerca de Quiroga: “Era un autor de compleja espiritualidad, refinado en su cultura, con una mórbida organización nerviosa. Su visión de la selva era la de un ojo excepcionalmente educado. Los tonos de sus cuentos son variados, sin embargo, una buena antología se inclinaría hacia sus cuentos crueles, en los que describe la enfermedad, la muerte, el fracaso, la alucinación, el miedo a lo sobrenatural, el alcoholismo […] La suma de sus cuentos revela un cuentista de primera fila en nuestra literatura”.

El historiador Seymour Menton afirma que Horacio Quiroga es “una figura cumbre de la cuentística hispanoamericana. Se le puede considerar como padre de una de las tendencias principales del siglo XX: el criollismo. Además, su cuento El hombre muerto (1920) es, tal vez, el primer ejemplo hispanoamericano del realismo mágico” (El Cuento Hispanoamericano).

En el recuento “Hitos de la literatura latinoamericana”, Winston Manrique Sabogal incluye tres libros de Horacio Quiroga: Cuentos de la selva, El hombre muerto y Los desterrados (El País, 9 noviembre 2012).

[ Gerardo Moncada ]

 

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2 comentarios

  1. Por favor corregir el error que se repite en muchas transcripciones. En el original del cuento está escrito «El hombre pisó algo blanduzco…», de blando, no blancuzco…

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