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Emily Dickinson, la poeta que escribía para sí misma

En torno a una de las poetas más importantes de la lengua inglesa, escribe para Otro Ángulo el maestro en Letras Néstor Manríquez Lozano.

Emily Dickinson nació en 1830 en Estados Unidos, en Amherst, Massachussets, una pequeña ciudad cuyo nombre ahora es más conocido gracias a la homónima universidad fundada ahí, pero que en su tiempo era un lugar importante dentro de la comunidad evangelista congregacional estadounidense. La religiosidad de sus cercanos no provocó que Emily se convirtiera al dogma que sí profesaba el resto de su familia, pero transformó la observación religiosa por un interés constante en la naturaleza, el alma, su inmortalidad y la trascendencia más allá de la muerte que posteriormente la inclinarían a su vocación por la poesía.

Esto es todo lo que yo llevo conmigo hoy (This is all I have to bring today)

Esto es todo lo que yo llevo conmigo hoy.
Esto, y mi corazón también—
Esto, y mi corazón, y todos los campos—
Y todos los prados anchos—
Asegúrate de contar — acaso debería olvidar
Que alguien lo puede hacer—
Esto, y mi corazón, y todas las abejas
Que en el trébol deciden yacer.

Aunque Dickinson ahora es probablemente una de las escritoras más conocidas de la literatura en lengua inglesa, eso contrasta con lo introvertida y aislada que fue su vida y lo desconocida que resultó la mayor parte de su poesía hasta el momento de su muerte.

En este primer poema, encontramos muchos de los elementos centrales del pensamiento de la poeta y un concepto que constantemente surgirá en toda su obra: yo. Esto no debe sugerirnos un narcisismo extenuante de su parte. Para Dickinson, cuyas ideas se vieron poco a poco influidas por el romanticismo y, especialmente, el trascendentalismo con el que tuvo contacto a través de su amistad con Ralph Waldo Emerson, el conocimiento del mundo parte de su reflexión personal, aislada, en un pensamiento lejano al mundo, mucho más parecido al ascetismo de poetas como Juan de la Cruz o Fray Luis de León que a sus contemporáneos.

Dickinson nos dice que lo único que lleva consigo es su corazón. Fuera de él, está el mundo natural, lo que los estudiosos dedicados a su obra llamarán posteriormente versos visuales: los campos, los prados, las plantas y los animales. El mundo que le rodea está fuera de ella, pero ella forma parte de él. Imaginemos a la poeta mientras escribe estos versos en su habitación. Ella piensa en la comunión entre su ser y el mundo mientras ve el bosque fuera de su ventana, se da cuenta de cómo todo forma parte de una misma existencia, su corazón ocupa un espacio dentro de ella como las abejas ocupan espacio, se alimentan y al mismo tiempo animan las plantas. Y ella sabe también que nosotros, lectores, somos parte de ello. Nos habla y se habla a sí misma. Nos pide que pongamos atención a lo que dice, sabe que después nosotros también podremos contar lo que lleva consigo y que eso es lo mismo que llevamos nosotros. Como abejas en un trébol, ocupando el espacio, su corazón ocupa su cuerpo y cada cosa que hay afuera, aunque no lleve nada más que a ella misma, la lleva consigo.

La profundidad del pensamiento de Emily Dickinson pasa desapercibida al ser leída rápidamente por primera vez o al intentar descifrar sus momentos oscuros en clave cristiana. Sin embargo, la poeta es muchas más veces una filósofa que una teóloga.

Yo soy nadie, ¿tú quién eres? (I’m nobody, who are you?)

¡Yo soy Nadie! ¿Tú quién eres?
¿Eres —Nadie— también?
¡Entonces somos un par!
¡No lo digas! Lo notarán —¡ya sabes!—

Qué triste —ser— Alguien.
¡Qué público —como una Rana—
Decir tu nombre —todo el interminable junio—
(Sólo) a un admirador pantano!

Hay algunos poemas, como éste, que nos hace un guiño sobre el oculto destino en vida de los más de 1,700 poemas sin publicar que dejó Emily Dickinson al momento de su muerte.

Leemos un diálogo interno consigo misma. La soledad es su compañía y esto no parece molestarle. La ausencia acompaña a la ausencia, mientras nos dice, al mismo tiempo, que cuando los poemas permanecen guardados, sin ser expuestos al público, no pueden pasar por el rechazo. Las alegorías son notables y el conflicto interno es expuesto con confianza hacia el lector. Dickinson se sentiría como la rana que croa y cuyo único público es el silencioso pantano que no tiene otra opción más que permanecer ahí. Mejor es permanecer con ella misma como su único público, el único receptor. Emily temía a la audiencia general pero no por esa razón limitó su comunicación con el mundo del todo.

El diálogo con otros interlocutores puede rescatarse en las cartas con poemas intercalados que enviaba a sus amigos. Emily fue una prolífica escritora de cartas, como muchas personas de su época, pero solía utilizar este medio como un lugar seguro para compartir sus poemas. Esos poemas no sólo estaban en las cartas dentro de sobres enviados a su familia o personas cercanas, los sobres se convirtieron, al mismo tiempo, en soporte para su poesía. Los poemas de sobre muchas veces son tomados como elementos paralelos a la poesía completa de Emily Dickinson, pero muchas otras también son tomadas como un complemento indispensable para entender su obra poética como un todo.

Desde pequeños mensajes independientes al contenido de la carta, reflexiones sobre la naturaleza de Dios y del alma, hasta simples ideas que parecen haber surgido directamente de la mente de la poeta como reflexiones:

Eso fue más tarde, cuando
La primavera pasó,
Que cuando el grillo fue
Y, sin embargo, sabíamos
Que el amable reloj,
Me (tenía) nada salvo
Ir a casa.
Eso fue antes, cuando
El grillo fue,
Que cuando el invierno llegó
Sin embargo, ese pa-
Tético Péndulo
O
Mantiene
Esotérico
El tiempo
O

Palabras poéticas, difíciles, amontonadas aparentemente sin orden en un sobre pero que en la atenta lectura develan una Dickinson pura: la naturaleza, el paso del tiempo medido en estaciones, en animales. El aislamiento marcado por un reloj que encierra y al mismo tiempo nos aísla de descubrir la verdadera naturaleza del tiempo. La poeta y la nada, juntas como siempre y el regreso a casa a la soledad acostumbrada. Unas cuantas líneas en un sobre que resumen poemas esenciales del pensamiento de la poeta estadounidense.

Además de los sobres, los elementos poéticos muchas veces aparecían intercalados en la prosa de sus cartas, otras muchas, en pequeñas estrofas que surgían sorpresivamente, hablando extensamente de animales y elementos de campo, apareciendo los poemas como las flores que en tantos textos describió en un terreno austero de descripciones aparentemente planas.

Los antiguos griegos veían y nombraban la poesía de forma metafórica. En época helenística, muchas colecciones de poemas editadas y recopiladas por un autor, cuya obra podía o no formar parte de su colección, eran llamadas coronas. Alegóricamente, se veían las antologías como coronas trenzadas que, hiladas, formaban un libro completo de belleza y adorno incomparable. Antología literalmente en griego antiguo significa “colección de flores” por lo que podemos pensar que cada poema era como una flor, a veces del mismo tipo, a veces de colores y formas muy distintas, que dispuestas unas junto a otras podían hacer una hermosa corona y ésta era alegóricamente la colección poética.

Como ya hemos dicho, Emily Dickinson apenas publicó un puñado de poemas en vida. Sin embargo, hizo una colección que parecía seguir literalmente lo que los griegos consideraban poético: Una colección de flores y plantas que llamó Herbarium.

Sesenta y seis folios que se conservan en perfecto estado, aunque en un cuidado extremo por la fragilidad que normalmente deja el tiempo como testimonio sobre los objetos delicados, en la biblioteca de la Universidad de Harvard. Estas plantas y flores pegadas cuidadosamente en hojas con descripción del lugar de recolección donde Emily las encontró nos permiten ver otra faceta de la autora, la de mujer de ciencia, mientras nos hace palpable lo esencial de la naturaleza que la rodeaba en su día a día.

El interés por las plantas, flores, el campo o los animales, muestra de vivacidad y energía en primavera y verano, pero de decaimiento y desaparición en invierno, funcionaban como una metáfora perfecta para Emily de lo que veía con más claridad en la vida.

Hay cierto sesgo de luz (There’s a certain slant of light)

Hay cierto sesgo de luz,
Tardes invernales—
Que oprime, como el peso
De las campanadas de una catedral—

Dolor Celestial, nos inflige—
No hallamos cicatriz,
Sólo una diferencia interna—
Donde los significados, están—

Nadie puede enseñarlo—Nada—
Es el sello de la desesperación—
Una aflicción imperial
Enviada desde el aire—

Cuando llega, el Paisaje escucha—
Sombras—contienen el aliento—
Cuando se va, es como la distancia
En la mirada de la Muerte—

El invierno normalmente presenta un rostro que nos recuerda a la muerte. Como muchos poetas antes que ella, Emily nos trae las tardes invernales como un recordatorio doloroso de nuestro temporal paso por la tierra. La naturaleza tiene una cualidad especial, nos hace ver en ciclos anuales que se repiten lo que nuestra vida presentará una sola vez: un inicio, crecimiento, reproducción y el final. La desesperanza aparece cuando el invierno arranca todo y nos hace preguntarnos cuándo será nuestro turno. En qué momento las hojas que caen de los árboles, que cambian de color en otoño, para eventualmente marchitarse y cubrirse con la nieve que todo hace olvidar, cederán su lugar a nosotros para tomar el mismo camino de olvido que nos depara el futuro.

El paisaje escucha. Como el estanque que oye a la rana croar, como la soledad que es nuestro buen juez y compañía. La prosopopeya constante ya no parece una figura poética. El paisaje ve y escucha perennemente porque permanece. Se queda mientras lo demás es pasajero y transitorio, nos ve llegar e irnos, como ve llegar e irse los brotes de flores y plantas también.

Tras un gran dolor, sobreviene un sentimiento formal
(After great pain, a formal feeling comes)

Tras un gran dolor, sobreviene un sentimiento formal—
Los nervios se sientan ceremoniosos, como tumbas—
El Corazón rígido pregunta: «¿Fue él quien lo sufrió?»
Y ¿«Ayer, o siglos atrás»?

Los Pies, mecánicamente, avanzan—
Por un camino de madera
Sobre tierra, o aire, o nada—
Ya indiferentes,
Una contención de cuarzo, como una piedra—

Esta es la Hora de plomo—
Recordada, si se sobrevive,
Como las personas congeladas recogen/recuerdan la nieve—
Primero—el pasmo—luego el asombro—finalmente el dejar ir—

El consuelo a la muerte viene, primero, de entender la muerte de los otros. Emily siente la muerte en la desaparición anual de su compañía, es decir, la naturaleza que la rodea y que ve cada día cambiar desde la ventana de su hogar en Amherst. El dolor y la tristeza ante la ausencia de alguien que acostumbraba a acompañarnos, mental o físicamente, tiene un proceso. Emily describe el camino del duelo: la falta de comprensión, la sorpresa y la posterior asimilación que se convierte en indiferencia. Pero hay un juego de palabras clave en este poema que nos hace ver que entender la muerte del otro es estar en paz con la idea de la eventual e ineludible muerte propia.

En el penúltimo verso, Emily escribe as freezing persons, recollect the snow. El verbo recollect tiene un doble significado, juntar y recordar. Las personas congeladas que recuerdan el frío son, alegóricamente, aquellos que ya han pasado por la muerte y están familiarizados con la metafórica sensación hibernal. La hora de plomo. El momento decisivo de frialdad que se siente como una bala en el corazón. Enfrentar la muerte del otro es enfrentar la muerte propia. Superarla es, también, aprender a seguir vivos después de convertirnos en personas congeladas por el hielo de la ausencia.

Todo invadido por musgo astuto (All overgrown by cunning moss)

Todo invadido por musgo astuto,
todo enredado con maleza,
la pequeña jaula de «Currer Bell»
en el silencio de «Haworth» yació.

Este pájaro —al ver a otros
cuando las heladas se volvieron agudas—
se retira a otras latitudes—
Hizo lo mismo, en silencio.

Pero difirió al regresar —
Ya que los montes de Yorkshire son verdes —
y aun así, en ningún nido que encuentro
se ve al ruiseñor.

Finalmente, este texto sintetiza el pensamiento de Emily Dickinson. Escribió este pequeño poema como homenaje a Charlotte Brönte, que firmaba con el pseudónimo “Currer Bell” a inicios de su carrera, para conmemorar el cuarto año del fallecimiento de la escritora que admiraba desde que a los 17 años leyó Jane Eyre. Mientras Dickinson escribe este poema, el lugar de entierro de Brönte, el cementerio de Haworth, está cubierto por hierba que se ha ido acumulando a lo largo de ese tiempo. La descripción tiene una doble función: la maleza sigue creciendo sobre su tumba, como la naturaleza continúa pasando su proceso aun cuando nosotros ya no estamos aquí, lo verde regresa una y otra vez y cubre con olvido el lugar donde yace el cuerpo de la que alguna vez fue una persona. Una jaula hecha para encerrar un ave que, sin embargo, no está ahí y se ha ido a latitudes distintas.

Una resurrección cristiana por otros medios. Brönte ha logrado seguir en su obra. Las heladas no lo confinan, el ave vuela por encima de todo, como Horacio, el poeta romano, nos contaba que gran parte de él evitaría la muerte y sobreviviría a través de su obra. El olvido se evita cuando lo que alguien escribe sigue siendo leído. Sus palabras lo traen de vuelta con la voz de los vivos que las pronuncian una y otra vez. Como la maleza verde que cubre las tumbas, la obra de Brönte seguirá siendo verde y el ave que escapa de la tumba es un ruiseñor, símbolo constante, desde la antigüedad, de duelo y trascendencia. Para los griegos, los ruiseñores eran vistos como el símbolo del alma de las personas y, también, se llamaba así a lo que se conservaba de las personas cuando ya no estaban con nosotros. Por ello, un ruiseñor podía ser también la obra que quedaba de alguien que había partido; en el caso de un poeta, por supuesto, sus textos.

El ruiseñor deja marcas por donde pasa y el lugar más evidente es en sus nidos: la obra constantemente leída y que sirve como una marca de eternidad, aunque el ruiseñor, la persona ya ausente, nunca pueda volver a verse. Consuelo en la poesía como consuelo hay también en la soledad. Emily Dickinson probablemente pensó que los poemas que dejaba tras ella, al fallecer, eran un objeto que le sobreviviría sin importar su destino. No pensó en la fama futura por ser conocida sino en esas páginas como marca de sus palabras que cubrirían su habitación más allá de la tumba como la maleza que describe en el poema que acabamos de ver. Esos poemas, como las plantas y flores que coleccionó en su herbario, serán una parte de ella que se quedará aquí con la naturaleza, viendo el pasar del tiempo y haciendo de la autora parte del campo, las flores, los árboles y los animales que la rodeaban.

La obra completa de Emily Dickinson está compuesta de muchas piezas: de poemas en sobres, de hojas que nunca fueron leídas hasta su muerte, de piezas enviadas a amigos y, también, de decenas de plantas que parecen una alegoría de la trascendencia de su obra. Nos debemos sentir afortunados de poder traer una y otra vez a la vida a una de las poetas más importantes en lengua inglesa y gozar de su compañía.

SUGERENCIAS EDITORIALES:

  • Dickinson, E. (2019). Poesía completa (A. Sánchez Robayna, Trad.). Editorial Galaxia Gutenberg.
  • Dickinson, E. (2015). Cien poemas (J. L. Rey, Trad.). Visor Libros.
  • Dickinson, E. (2008). El viento comenzó a mecer la hierba (M. Armiño, Trad.). Editorial Alba.
  • Dickinson, E. (2012). Cartas y poemas (E. Linde & M. Urrero, Trades.). Ediciones Cátedra.
  • Dickinson, E. (2021). Poemas escogidos (A. Serrano, Trad.). Editorial Pre-Textos.
[ Néstor Manríquez Lozano ]

Néstor Manríquez es maestro en Letras Clásicas y académico en la UNAM.

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