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María Izquierdo, el instinto y la raíz

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(30 octubre 1902, San Juan de los Lagos, Jalisco – 3 diciembre 1955, Ciudad de México)

A María Cenobia Izquierdo Gutiérrez se le recuerda por haber sido la primera pintora mexicana que expuso sus obras en el extranjero. Fue en el año de 1930, cuando las presentó en el Art Center de Nueva York. Un mérito incuestionable, pero no el único.

María Izquierdo era una artista, un personaje de la cultura mexicana, una actitud ante el arte y la vida.

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“Parecía una diosa prehispánica. Un rostro de lodo secado al sol y ahumado con incienso de copal. Muy maquillada, con un maquillaje antiguo, ritual: labios de brasa; dientes caníbales; narices anchas para aspirar el humo delicioso de las plegarias y los sacrificios; mejillas violentamente ocres; cejas de cuervo y ojeras enormes rodeando unos ojos profundos. El vestido era también fantástico: telas azabache y solferino, encajes, botones, dijes, aretes fastuosos, collares opulentos […] Pero aquella mujer con aire terrible de diosa prehispánica era la dulzura misma. Tímida, íntima” (Octavio Paz).

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De la vida al arte
María Izquierdo se casó a los 15 años con el militar Cándido Posadas y tuvo tres hijos. La familia se trasladó a la Ciudad de México, donde María decidió tramitar el divorcio, un gesto de audacia aun para los capitalinos de entonces. A los 25 años ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes, que era dirigida por Diego Rivera, donde permaneció solamente un año. Tomó cursos específicos, como el de color y composición y el de pintura de figura, con Germán Gedovuis, quien al apreciar el potencial artístico de Izquierdo le permitió no asistir a clases y que pintara en casa.

La cercanía con el maestro Gedovius se diluyó cuando María rompió con la perspectiva académica en busca de nuevas composiciones, lo cual, en cambio, fue apreciado por Rufino Tamayo, quien ofreció enseñarle las técnicas de acuarela y aguazo.

Realizó su primera exposición individual en 1929 en la Galería de Arte Moderno del Teatro Nacional, con el apoyo de Diego Rivera, quien escribió la presentación como director de la ENBA, donde la consideraba una de las personalidades más atrayentes del panorama artístico. (Sin embargo, cuando años después fue comisionada para elaborar unos murales en el Palacio de Gobierno de la Ciudad de México, el propio Rivera y David Alfaro Siqueiros protestaron argumentando que no tenía suficiente experiencia.)

En 1930, Frances Flynn Payne la invitó a mostrar sus obras en el Art Center de Nueva York, donde antes habían expuesto su trabajo Tamayo y José Clemente Orozco. María Izquierdo llevó una muestra de catorce óleos con retratos, paisajes, naturalezas muertas y estudios. Así se convirtió en la primera mexicana en exponer en el extranjero. Ahí conoció su trabajo el curador René d’Harnoncourt, que decidió incorporarla a la exposición Mexican Arts (de arte popular y pintura) organizada ese mismo año por la American Federation of Arts en el Metropolitan Museum, la cual incluía obras de Rufino Tamayo, Diego Rivera y Agustín Lazo, entre otros.

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Un estilo propio
Con una obra perfilada en la ejecución, más que en la academia, un cruce de caminos que desembocó en una visión propia, María Izquierdo definió pronto un estilo personal alejado de la ortodoxia de la pintura nacionalista mexicana. A pesar de la sencillez del trazo (primitivo, para algunos) y la ingenuidad en la composición, sus cuadros albergaban una densidad inquietante y una fuerte dosis de misterio.

Paz se remitió a la infancia provinciana de la artista para concluir que el realismo de Izquierdo no era el de la historia sino el más real: el de la leyenda. “Es una evocación, filtrada por su sensibilidad, de su infancia y de la poesía rústica de los pueblos del Centro y del Occidente de México. Antigüedad viva. En su caso las influencias son realmente confluencias”.

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Y añadió: “Es una obra hecha más con el instinto que con la cabeza, pura, espontánea y fascinante como una fiesta en la plaza de un pueblo pequeño. Fiesta secreta que pasa no ahora ni aquí sino en un allá-no-sé-dónde. Interiores y naturalezas muertas en las que las cosas se asocian conforme a las leyes no de la geometría sino de la simpatía, es decir, de la magia afectiva”.

“Formas y volúmenes atados a este mundo por un oscuro deseo de ser y persistir. Victoria de la gravitación: estar, nada más estar […] Personajes como hipnotizados, criaturas míticas, bestias inocentes y adormecidas […] todo sumergido en una atmósfera detenida: el tiempo que transcurre sin transcurrir, el tiempo parado de los pueblos, ajeno al tráfago de la historia”.

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Los derroteros del arte y el amor
Entre 1927 y 1930 María Izquierdo pintó naturalezas muertas, paisajes y retratos de personas cercanas, como sus hijas y sobrinas en Retrato de Belem (1927) o Niñas durmiendo (1930). En 1929 estableció una relación artística y amorosa con Rufino Tamayo.

Un domingo, la pareja viajó a Cuernavaca para observar el mural que pintaba Diego Rivera en el Palacio de Cortés. Ahí conocieron a Luis Cardoza y Aragón, con quien entablaron amistad. Éste recordaría años después: “En los portales [de la Plaza de Santo Domingo], en un segundo piso, trabajaban. En la obra de ambos, en este tiempo, hay lejana semejanza aparente en el tratamiento de algunos temas afines o comunes a los dos pintores. María tiene la extraña gracia de la gran sensibilidad con incompetencia de oficio”.

La pareja de artistas se separó en 1933. (Al año siguiente, Tamayo contrajo matrimonio con Olga Flores Rivas).

La pintura de María remitía a la tierra, a la raíz, a lo ancestral, en la elección del colorido y en el vigoroso trazo de las formas. A contrapelo de una sociedad explosiva en sus sentimientos y emociones, los personajes de Izquierdo mostraban una solemnidad hierática.

Antonin Artaud se entusiasmó con sus cuadros, cuando viajó a México en 1936. Escribió: “Incuestionablemente María Izquierdo está en comunicación con las verdaderas fuerzas del alma india”. Con entusiasmo promovió en 1937 la presentación de la obra de Izquierdo en París, en la galería Van den Berg.

Cardoza y Aragón recordaba haber visto a Artaud en casa de María, quien “comprensiva y generosa” lo acogía mientras lo eludían Los Contemporáneos, escandalizados ante la radicalidad del francés. “Aun cuando él estaba muy drogado, advertí que con gusto tomaba un poco de sopa familiar y mordisqueaba tortillas con aguacate”.

No obstante las oscilaciones emocionales, a María se le recuerda “alegre, vivaracha, inteligente, con una personalidad que combinaba el provincialismo y la sofisticación”, escribió Germanine Gómez Haro.

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La tradición y las vanguardias
Su pintura de los años 30 fue fresca, lúdica, de imaginación desbordada, rica en símbolos, con metáforas poéticas y atmósferas místicas que oscilaban entre la melancolía y la desolación. Partía del folclor popular para transitar hacia el surrealismo.

“Los caballos de María Izquierdo están impregnados de sexualidad simbólica y de violencia pasional. El inconsciente mítico y popular fue determinante en su arte”, dijo Octavio Paz.

En esa línea, Gómez Haro señala: “María y Rufino se interesan por las calidades matéricas y la exploración del color en composiciones sencillas apegadas a temas relacionados con la cotidianidad y la cultura popular. Sus naturalezas muertas, paisajes y retratos revelan lo más profundo del alma mexicana, en un léxico totalmente contrario al de la Escuela Mexicana. Desarrollaron también una veta metafísica que los emparenta con las atmósferas crípticas de Giorgio de Chirico, en las que los personajes aparecen en escenas insólitas o paisajes de ruinas abandonadas y estatuas mutiladas que trasminan aires arcanos. Sus desnudos son cuerpos sólidos y poderosos […] En sus escenas fantásticas aparecen simpáticos guiños al mundo urbano moderno, como son los aviones, el telégrafo, la electricidad y el paisaje industrial […] Abrevaron de las vanguardias europeas consiguiendo una fascinante fusión de la tradición y la modernidad”.

Se ha elogiado también su serie de retratos y escenas de circo de provincia.

A partir de 1931 dio clases en la Escuela de Artes Plásticas de la Secretaría de Educación Pública y se integró a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios.

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Amor al arte, amor, mercado del arte
En 1938 se relacionó con el pintor chileno Raúl Uribe, con quien se casó. Uribe se convirtió en su principal promotor, le ayudó a vender su obra a diplomáticos y le propuso realizar múltiples retratos por encargo. A esta producción se sumaron autorretratos y “naturalezas vivas”, escenas que conjuntan objetos disímbolos en composiciones misteriosas, ambiguas.

Paz recordaba que Artaud dijo de María Izquierdo en 1947: “En sus cuadros el México verdadero, el antiguo, el de los ríos subterráneos y los cráteres dormidos, aparece con una calidez de sangre y de lava. ¡Los rojos de María!”

En 1948, Izquierdo sufrió una hemiplejia que le paralizó la parte derecha del cuerpo y le hizo perder el habla. Su marido se fue. María murió en 1955, en la pobreza, a causa de una embolia.

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En vida, expuso en museos y galerías de México, Nueva York, París, Tokio, Los Ángeles, San Francisco, Río de Janeiro y Bombay, entre otras ciudades. Pero también mostraba sus cuadros en sitios populares como el bar del cabaret Leda, en la colonia Doctores, “antro pintoresco y auténtico y, por ello, hampón y sofisticado, al cual era más fácil y más útil entrar que a la Academia de la Lengua, con asistencia proletaria y de pintores, poetas, periodistas y demás fauna variada […] La gruesa atmósfera ahumada olía a sobaco y tequila”, escribió Cardoza y Aragón.

El furor que surgió en la década de 1980 por la figura de Frida Kahlo eclipsó a las demás pintoras mexicanas, de las cuales cada vez se hablaba menos.

En 1988, Octavio Paz defendió la producción artística de Izquierdo: “No fue una desconocida ni una artista marginal. Fue reconocida por José y Celestino Gorostiza, por Villaurrutia, por Fernando Gamboa […] Entre Tamayo, Julio Castellanos, El Corzo, Manuel Rodríguez Lozano, Alfonso Michel, Carlos Orozco Romero y otros, la persona y la obra de María brillaban con una luz única, más lunar que solar. Me parecía muy moderna y muy antigua”.

Germaine Gómez Haro concluye: “El arte de María Izquierdo es la sutil simbiosis de drama y ternura, soledad y jolgorio, violencia y juego, primitivismo y sofisticación: una pintura ensimismada, palpitante de vida y rebosante de pasión”.

Fuentes:
Los privilegios de la vista, Octavio Paz, 1987.
El Río, novelas de caballerías, Luis Cardoza y Aragón, 1986.
María Izquierdo: pasión y melancolía, Germaine Gómez Haro, 2013.

[Gerardo Moncada]

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