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El Imperio Romano, de Isaac Asimov

Uno de los grandes atributos de Isaac Asimov (2 enero 1920 – 6 abril 1992) fue su excelsa capacidad divulgadora en los campos de la ciencia, la tecnología y la historia, virtud que confirma en este libro.

«Roma inició como una pequeña aldea a orillas del río Tíber; fundada, según la leyenda, en el año 753 a.C. Durante siglos, los romanos se liberaron de sus reyes, crearon una república, elaboraron un sistema de leyes y reforzaron su dominación sobre las regiones circundantes… En varias ocasiones Roma estuvo a punto de sucumbir, pero resistió. Cuando la ciudad tenía seis siglos era la mayor potencia de todo el Mediterráneo».

La prosperidad y el poder acarrearon problemas, y Roma comenzó a sufrir por las insurrecciones de esclavos, las revueltas de los aliados y, sobre todo, por las guerras desencadenadas por la rivalidad entre sus generales. Cuando Julio César, el más grande de los generales romanos, reunió todo el poder en sus manos parecía que llegaría la paz. Pero en el 44 a.C. fue asesinado y comenzó nuevamente la guerra civil. Octavio, su sobrino nieto, tomó el poder y derrotó a todos sus rivales. Tras siete siglos de guerras, los combates se desplazaron a lugares distantes, a las regiones fronterizas. En el 29 a.C. finalmente llegó la paz.

Así dio inicio la época imperial.

El Imperio Romano es una obra que aborda a grandes trazos los cinco siglos que duró ese imperio (del año 27 a.C. al 476 d.C.). Es un relato de notable amenidad que destaca datos y momentos históricos, pero aderezados con detalles y anécdotas que resultaron trascendentes (a veces para el fortalecimiento del imperio; otras, para su declive) y que, en los conceptos, términos y formas de ejercer el poder, dejaron una huella imperecedera.

Octavio atrajo a su bando a los «equites». Eran la clase media del mundo romano, los hombres de negocios. Su nombre provenía de la palabra latina que significa «caballo», porque, cuando eran llamados a prestar servicios en el ejército podían costearse un caballo y servir como jinetes en la caballería, mientras que los soldados de a pie provenían de las clases más pobres. Se les puede llamar asimismo «caballeros», nombre que también se dio a los jinetes en los ejércitos medievales…

El relato de Asimov es de gran fluidez y eficacia, salpicado con finos toques de humor ácido, lo cual acicatea el interés del lector. El eje narrativo son las familias imperiales, la manera como gobernaron, las circunstancias que enfrentaron, su contexto geopolítico (que en algunos casos barrió con los mandatarios romanos). Factores que en su conjunto determinaron el ascenso, o el declive y la extinción, de los siete linajes que encabezaron durante cinco siglos el Imperio Romano. El primero y más célebre fue el de Augusto, que permaneció 95 años en el trono.

El Senado la pidió a Octavio que aceptase el título de Princeps, que significaba «primer ciudadano». (De esa palabra deriva «príncipe».) Por esta razón, el periodo de tres siglos de la historia romana que comenzó en el 27 a.C. es llamado a veces «el Principado». Octavio también recibió ese año el título de «Augusto», que anteriormente sólo se había dado a algunos dioses por incrementar el bienestar del mundo. Octavio aceptó el título y en la historia es más conocido como Augusto. Mientras tanto, para el ejército era el Imperator, que significa «comandante» o «líder». Esa palabra se ha convertido en «emperador» en el castellano moderno, por lo que Augusto es considerado el primero de los emperadores romanos, y el ámbito de gobierno es llamado el «Imperio Romano»…

La paz augusta y las letras

Cuando Augusto tomó el poder, Roma estaba prácticamente en bancarrota. Por ello, el emperador estableció reformas administrativas y tributarias, así como severas sanciones a la corrupción. Asimismo, aseguró el control de Egipto para que garantizara el suministro de granos. De esa manera logró gobernar durante 41 años, hasta el año 14 d.C., en condiciones pacíficas (al interior del imperio) y de prosperidad.

No hay ninguna duda de que las reformas de Augusto señalaron un giro importante en la historia… El mundo romano permaneció fuerte e intacto durante cuatro siglos. Fue tiempo suficiente para que la cultura romana se asentara sobre gran parte de Europa tan firmemente, que ni siquiera los desastres que siguieron pudieron borrarla. Nosotros mismos somos herederos de esa cultura…

En esos años hubo un florecimiento de la literatura latina, fue la Edad de Oro cultural de Roma. El propio Augusto apoyaba y estimulaba a los escritores. Lo mismo hacía su amigo íntimo, Cayo Cilnio Mecenas (cuyo nombre trascendería para ser aplicado a los patrocinadores de artistas). El autor más prominente fue Virgilio. De sus Églogas, trascendió la cuarta, escrita en el 40 a.C.:

…habla del nacimiento de un niño que crearía un nuevo reino de paz en el mundo. Nadie sabe exactamente a quién se refería. Quizá pretendía sencillamente halagar a uno de sus protectores cuya esposa estaba encinta. Pero los cristianos posteriores juzgaron posible que fuese una predicción del nacimiento de Jesús, y por esta razón adquirió gran importancia en la tradición cristiana. En la Divina Comedia de Dante, escrita trece siglos más tarde, es Virgilio quien guía a Dante por el Infierno…

Por sugerencia de Mecenas, Virgilio escribió las Geórgicas, en elogio a la agricultura y la vida campesina, un tema que concordaba con el propósito de Augusto de hacer resurgir la actividad agrícola en Italia, pero la vida en el imperio ya era la de una sociedad opulenta, de manera que esta obra fue leída y elogiada principalmente por las clases ociosas.

Se dice que a petición de Augusto, Virgilio emprendió la composición de un gran poema épico titulado La Eneida, en el que tras múltiples aventuras el troyano Eneas no solo pone los cimientos para la fundación de Roma, además engendra un hijo llamado Julio, origen de la familia Julia a la que pertenecían Julio César y Augusto. Con la obra inconclusa, murió Virgilio, dejando órdenes de quemar el manuscrito por no ser aún perfecto; pero Augusto lo impidió.

Otro destacado poeta romano fue Horacio, que «estaba claramente destinado para la vida literaria, pues su experiencia en el ejército fue desastrosa». Tras perder todos sus bienes por sus fallidas afiliaciones políticas, consiguió el apoyo de Virgilio y de Mecenas, y logró la aceptación de Augusto con sus poemas, odas y sátiras.

Ovidio fue otro de los grandes poetas de la época de Augusto. Sus poemas fueron muy populares, pero «trataban del amor tan descaradamente que escandalizaron al mojigato Augusto y a los hombres del gobierno que ansiaban reformar las costumbres romanas». Los mitos de la Metamorfosis eran bastante obscenos, «y es obvio que Ovidio gozaba con ello». Finalmente, se vio envuelto en un escándalo que involucró a Julia, la frívola hija de Augusto. El emperador exilió de por vida a su hija y a Ovidio.

El más grande prosista de la época fue Tito Livio. Aunque expresaba abiertamente simpatías republicanas, Augusto lo toleró con buen humor y le pidió escribir la historia de Roma. Al morir Tito Livio ya había escrito 142 libros sobre ese tema, de los cuales se conservan 35. «En su ansiedad por contar historias interesantes y seducir la imaginación del lector, reprodujo todo género de mitos y leyendas, sin preocuparse en lo más mínimo por su verosimilitud». No obstante, fue el más popular de los historiadores romanos.

Augusto anhelaba crear, con ayuda de los grandes escritores de su tiempo, un relato épico de la historia de Roma que culminara con el establecimiento del imperio. En esa tarea, Ovidio no le fue de gran ayuda. Tampoco lo fue otro relato que surgió en esos tiempos, lejos de Roma, en la orilla oriental del imperio, el que refiere el origen del cristianismo.

El cristianismo como anti-épica de Augusto

Al sur de Siria, en Judea, sus habitantes tenían una religión férreamente monoteísta que remontaban a casi dos mil años atrás. Además, del año 1000 al 600 a.C., los judíos habían gozado de un reino independiente gracias a las conquistas del rey David, pero luego fueron dominados sucesivamente por babilonios, persas, griegos y romanos. Los judíos soñaban con que un día un descendiente de David les devolvería su independencia.

Puesto que los judíos consagraban a sus reyes ungiéndolos con aceite sagrado, llamaban al rey «el ungido». En hebreo, esa expresión es «mesías». Los judíos, pues, esperaban la llegada del «mesías» y recordaban siempre a Judas Macabeo que había derrotado a los reyes seléucidas cuando eso parecía imposible. Otro hombre semejante, más grande aún, podría derrotar a Roma…

En los tiempos de Augusto, ese relato tendría actualizaciones cruciales, aunque polémicas.

El Evangelio según San Mateo ubicaría el nacimiento de Jesús a finales del reinado de Herodes en Judea. Cinco siglos después, un monje sirio llamado Dionisio el Exiguo, basado en la Biblia y los testimonios romanos, ubicó el nacimiento de Jesús en el año 753 a.u.c. (ab urbe condita, es decir, desde la fundación de Roma). Esto fue generalmente aceptado, de manera que ese fue el año 1 de la era cristiana y la fundación de Roma se fijó en el 753 a.C.

Pero hubo una falla de cálculo. El gobernante romano en Judea a quien habrían inquietado las señales profetizadas para el nacimiento del redentor de los judíos (el nacimiento de Jesús), y por ello ordenó una matanza de infantes, fue Herodes, quien murió en el 749 a.u.c., es decir, el año 4 a.C. «Es extraño pensar que Jesús nació cuatro años antes de Cristo -dice Asimov-, pero el cálculo de Dionisio quedó tan firmemente insertado en los libros y documentos históricos que ya es imposible e indeseable cambiarlo».

En las siguientes décadas, muchos individuos en Judea proclamaron ser el mesías y encabezaron revueltas, pero todas fueron aplacadas. En ese contexto, era una práctica común espiar a los grupos que cobraban alguna popularidad.

Las autoridades seguramente vigilaron estrechamente a Jesús en busca de signos de tendencias mesiánicas que pudiesen dar origen a rebeliones y perturbaciones. Los jefes religiosos judíos también estaban atentos ante tal posibilidad, pues comprendían cuán fácilmente podían estallar revueltas y provocar una reacción romana que destruyese por completo la nación (como ocurrió medio siglo más tarde, de manera que sus temores no eran absurdos)…

Jesús fue juzgado y condenado por traición a Roma. El castigo romano a ese cargo era la crucifixión, tal y como 71 años antes se había hecho con los seis mil gladiadores que se rebelaron al imperio.

Así se conformó el relato del origen del cristianismo, así emergió una de las religiones que adquiriría mayor poder (no sólo espiritual).

La lucha por el poder romano

El establecimiento de linajes ayudó a reducir el caos tras la muerte de cada emperador: no cualquiera podía aspirar a participar en las luchas de poder (al menos, esa era la idea). Sin embargo, las líneas de parentesco no fueron una garantía de buenas elecciones -como refiere Asimov- y todos los linajes terminaron con una degradación progresiva de los gobernantes designados.

La duración de cada linaje fue muy variable: el de Augusto perduró 95 años; Vespasiano, 27 años; Nerva, 96 años; Severo, 142 años; Dioclesiano, sólo 9 años; Constancio, 70 años; y Valentiniano, 108 años.

La mayoría vivió con permanentes conflictos financieros. Y es que ser el imperio de mayor extensión territorial obligaba a mantener la mayor burocracia -con serios problemas de corrupción-, el mayor ejército -siempre ávido de recompensas-, y una alta exigencia de tributos.

Además, en cada linaje menudearon los problemas de sucesión al trono, con intrigas, conspiraciones y ajustes sangrientos entre los posibles herederos; matrimonios forzados con lamentables resultados; descendientes sin cualidades para gobernar. Quedó en evidencia que el criterio basado en el parentesco era sumamente azaroso, y en muchos casos desastroso.

De esto no se salvó ni el linaje más célebre, el de Augusto.

Fue el caso de Cayo César, bisnieto de Augusto e hijo de Germánico. Éste último fue un destacado general romano que durante años combatió afianzando las fronteras imperiales del norte. A sus rudos legionarios enloquecía de entusiasmo que el general vistiera a su pequeño hijo con uniforme de soldado, incluyendo una pequeñas botas militares. En su euforia, los legionarios lo bautizaron como «Botitas» y ese nombre permaneció para siempre en su versión latina: Calígula.

Pero sólo era la vestimenta, pues Calígula fue educado como posible heredero al trono romano, vivió en el mayor lujo y creció en medio de intrigas cortesanas que amenazaban su vida, lo cual lo hizo timorato y receloso.

Al ser elegido emperador, tras la muerte de Tiberio en el año 37, dio la impresión de ser un joven emperador agradable y liberal.

Tan liberal que gastó alegremente en un año todo el excedente que Augusto y Tiberio habían ahorrado prudentemente en el tesoro durante casi setenta años de cuidadoso gobierno…

Para saciar su manía de gastar, con cualquier pretexto se apoderaba de las fortunas ajenas. También intentó hacerse adorar como si fuera un ser divino; se vestía como Júpiter y ordenó que su estatua reemplazara a la de ese dios en los templos. Sólo lo aguantaron cuatro años. La guardia pretoriana lo asesinó a él, a su esposa y a su hija.

Otro caso fue el de Domicio, quinto emperador romano, tataranieto de Augusto. Su madre, Agripina, realizó toda clase de intrigas para colocarlo en la línea de sucesión al trono y al conseguirlo se dice que mandó envenenar a su marido de segundas nupcias, el emperador Claudio. Para ese entonces, Domicio ya había adoptado cinco nombres imperiales pero se le recordaría sólo por uno: Nerón.

A los 16 años, se convirtió en emperador. «Muy pronto aprendió a eliminar de su camino todo lo que pudiese ser una barrera para la continua satisfacción de sus deseos». Hizo envenenar al hijo biológico de Claudio; se divorció, desterró e hizo desaparecer a su esposa (también hija de Claudio); ejecutó a su propia madre, porque trataba de dominarlo.

Lo suyo no era gobernar. Escribía poesías, pintaba, tocaba la lira, cantaba, recitaba tragedias. Entre sus alegres amigos estaba Cayo Petronio, conocido por su obra El Satiricón, donde se burlaba del lujo tosco y del mal gusto de personas que tienen más riqueza que cultura.

De haber sido actor, quizá Nerón hubiera podido llevar una vida razonable y hasta lograr algún renombre. Pero tal como estaban las cosas, su posición como emperador le brindó infinidad de oportunidades de pasar a la historia como uno de los más infames villanos que haya vivido jamás…

En el año 64, un incendio que inició en las zonas pobres destruyó casi totalmente Roma. Nerón responsabilizó a los cristianos, considerados entonces una pequeña secta judía radical, peligrosa y posiblemente traidora ya que no adoraba a los dioses romanos oficiales. Dio inicio la primera persecución organizada contra ellos.

Pero eso no distrajo a quienes estaban cansados de la crueldad de Nerón y ya conspiraban en su contra. En el año 65, un ataque fallido desató una represalia sangrienta. Su tutor, Séneca, y su compañero Petronio fueron obligados a suicidarse; el destacado general Corbulón corrió con la misma suerte, lo cual generó creciente malestar entre los soldados. En el 68, las legiones de Hispania proclamaron emperador a su comandante, Servio Sulpicio Galba. La guardia pretoriana lo aceptó y a Nerón sólo le quedó el suicidio. Se dice que se clavó una espada mientras exclamaba: «¡Qué gran artista pierde el mundo!»

El cristianismo se expande

Porque Asimov ve al Imperio Romano como una historia de poder, se detiene en varios momentos a revisar el ascenso y consolidación del cristianismo, sus vaivenes y el establecimiento de su institución eclesiástica cuya fortaleza dependería de sus vínculos con las fuerzas políticas y económicas de diferentes épocas, en competencia con las creencias paganas.

En sus inicios, varios factores favorecieron la expansión del cristianismo en el Imperio: no imponía a sus fieles tantos requisitos como el judaísmo; sus costumbres austeras eran como las de los estoicos; la crucifixión y resurrección de Jesús, así como los ritos con que se les recordaba, evocaban las religiones mistéricas.

La solemnidad de los ritos mistéricos agitaban las emociones, daban un sentido a la vida, hacían que la gente sintiese el calor de la unión con otros en un propósito común y ofrecían la promesa de que la muerte era la puerta de entrada a algo más grande que la vida.

Asimismo, el cristianismo adaptó a sus propios fines antiguas costumbres paganas, como el culto a Mitra:

El mitraísmo, un culto al sol que fue el principal competidor del cristianismo durante un par de siglos, celebraba el 25 de diciembre su principal festividad, por ser cuando el sol de mediodía desciende a su punto máximo al sur y comienza su lento retorno hacia el norte. En cierto sentido es el nacimiento del sol, la garantía de que el invierno terminará y la primavera volverá. Esta época del año era celebrada también en otras religiones. En esas fechas los romanos festejaban los Saturnales, un momento de buena voluntad entre los hombres, de festejos y de regalos…

Las persecuciones iniciadas en el 64 por Nerón incluyeron martirios que provocaron un efecto inesperado: despertaron la compasión entre la población pobre de Roma, lo que impulsó al cristianismo.

Durante las siguientes décadas se profundizaron las diferencias entre judíos y cristianos, pues los primeros estaban decididos a pelear contra Roma y eventualmente derrotarla mientras a los segundos les interesaba más evangelizar que combatir. Los cristianos lograron prosélitos entre quienes tenían poco que esperar en esta vida y la promesa de una vida «real y eterna» era un profundo consuelo, como los esclavos y las clases más pobres en las ciudades. La población agrícola se mantuvo tan aferrada a sus viejas costumbres que la palabra usada para designar a los que no eran cristianos ni judíos fue «pagano», que deriva de la palabra latina «pagus» (aldea) y se refiere a los campesinos.

En el año 166, la peste se propagó por el imperio. La gente, atemorizada, culpó a los cristianos. Y nuevamente se desató un periodo de persecuciones. Pero ese no era su único problema. Entre los cristianos surgieron diversos grupos con distintas interpretaciones de su fe. Las pugnas llegaron a ser más violentas que con los no creyentes. Si algunos aspectos eran aceptados por varios grupos constituían la «ortodoxia» y disentir era una «herejía», que en griego significa «elegir por uno mismo». De esta elección surgió el Gnosticismo, que «sostenía que la salvación sólo podía alcanzarse mediante el conocimiento del sistema verdadero del mundo, conocimiento que se obtenía por revelación y por experiencia».

En los siguientes dos siglos, la Iglesia cristiana fortaleció su organización y eficiencia (mientras el Imperio perdía las suyas). Aumentó el brillo del ceremonial, se multiplicaron los objetos a venerar, se incrementó el dramatismo con la incorporación de muchos santos y mártires, se destacó el principio femenino en la forma de la madre de Jesús.

También se dotó de ceremoniosa grandilocuencia algunos términos de uso común. Por ejemplo, para evitar cismas o desviaciones, a cada región se asignó un «obispo» (del griego «epíscopos», supervisor); se intentó que las disputas fueran resueltas en «sínodos» (del griego «reuniones») para garantizar la unidad en una sola Iglesia que pretendía ser «universal» (o dicho en griego, «católica»).

No obstante, aunque en ese tiempo las querellas entre obispos definieran a un ganador, no había forma de obligar a la parte perdedora a abandonar sus ideas. Fue hasta que Constantino reconoció al cristianismo como una religión legal en el Imperio (entre varias otras), cuando «la parte ganadora pudo abrigar la esperanza de usar el poder del Estado contra los perdedores», sobre todo porque a Roma no le convenía que se desataran feroces disputas religiosas en su interior. Así, los donatistas (severos con los sacerdotes indignos) fueron perdiendo terreno, lo mismo que los arrianos (que postulaban que Jesús era similar, pero no idéntico a Dios). En Oriente, esas diferencias prevalecieron y se profundizaron en los siguientes siglos.

OTROS LINAJES

Como Calígula y Nerón en la familia de Augusto, también otros linajes tuvieron herederos desastrosos. Y a pesar de ello, el imperio logró resistir por varios siglos.

Entre el año 68 y el 69 hubo cuatro emperadores en medio de sangrientas luchas por el poder, que finalmente quedó en manos de Vespasiano, el primer emperador que no provino de una familia aristocrática. En una década logró remediar el desastre dejado por Nerón. Le sucedió su hijo Tito, que gobernó con moderación pero sólo por dos años. Le siguió su hermano Domiciano, personaje introvertido y justo, aunque indiferente con el Senado por lo que los historiadores lo describieron como cruel y tiránico por ser severo con los conspiradores. Y tenía razón para ello: en el 96 fue asesinado por cortesanos que ya tenían en mente que el siguiente emperador fuera el senador Marcus Cocceius Nerva.

El linaje de Nerva inició restableciendo la cercanía entre el emperador y el Senado, aspecto que sería exagerado por historiadores senatoriales que añoraban la república, como Cornelio Tácito y Cayo Suetonio Tranquilo; así como los poetas satíricos Juvenal, Persio y Marcial. Nerva fue sucedido sin incidentes por Trajano, que se esmeró por restablecer el demeritado prestigio militar de Roma, extendió sus fronteras y logró el control de toda la costa mediterránea; por sugerencia de Plinio, ordenó que no se persiguiera arbitrariamente a los cristianos.

Al morir, Adriano asumió el trono y aceptó retraer las fronteras del imperio para garantizar la prosperidad («esa retracción iba a durar trece siglos, hasta la caída final de su última ciudad»). Mejoró ligeramente las finanzas del imperio, impulsó leyes en beneficio de los esclavos, creó escuelas gratuitas para los pobres; viajó por las diversas provincias del imperio; en Oriente tomó la decisión inédita de realizar una «reunión cumbre» con el rey de Partia para eliminar conflictos fronterizos; admirador de la grandeza alcanzada antaño por Grecia, le otorgó concesiones económicas y políticas, impulsó la restauración de Atenas y protegió a Plutarco, el autor de Vidas paralelas, nombrándolo procurador.

Adriano designó como su sucesor a Antonino Pío, «quizá el más bondadoso y humanitario de los emperadores romanos», que subió al trono en el 138. Su reinado fue la culminación de la Pax Romana. En el 161 le sucedió Marco Aurelio, su yerno, quien fue un gobernante vigoroso al tiempo que se dedicaba a la filosofía estoica. «Creía en la tranquilidad, en la sabiduría, la justicia, la resistencia y la templanza; no eludió ninguna de las penurias a las que le obligaba el cumplimiento de su deber». Una epidemia asoló el imperio y diezmó su población a tal grado que Marco Aurelio autorizó la inmigración de bárbaros procedentes del norte. «Esta fue la primera oscilación del péndulo que fluctuaría entre la romanización del Norte y la germanización del Imperio».

Tres años antes de morir, Marco Aurelio incorporó a su hijo adolescente al gobierno para entrenarlo como sucesor. Pero había un problema de origen: «El hijo nacido en el trono recibe demasiados halagos y demasiado poder, y confunde el accidente del nacimiento con los méritos propios». Había sucedido con Calígula y Nerón, y ahora iba a ocurrir nuevamente con Cómodo, un joven extremadamente vanidoso. Le gustaba imitar a los gladiadores, lo cual resultaba degradante para la investidura imperial. Su impulsividad y arbitrariedad mantenía en vilo a sus cortesanos que conspiraron y tras 12 años en el trono fue estrangulado por un luchador.

Lo que siguió dio visos de la futura decadencia del imperio. La guardia pretoriana propuso como emperador a Pertinax, la máxima autoridad administrativa de Roma. Él intentó negarse pero lo amenazaron y aceptó. De inmediato buscó ordenar las finanzas del imperio, lo cual enfureció a los soldados; al intentar dialogar con ellos, lo asesinaron. Acto seguido, ofrecieron el trono a quien les pagara mejor. El senador Marco Didio Juliano hizo una oferta elevada y ganó el trono, pero sólo lo disfrutó por dos meses; fue ejecutado cuando el general Lucio Septimio Severo decidió restablecer el orden. Era el año 193.

Se había llegado a un punto en que sólo quien fuera amo del ejército podía ser amo de Roma. Por ello, Severo decidió enfrentar en el terreno militar y durante cuatro años a los generales romanos disidentes. Disolvió la guardia pretoriana y dividió algunas provincias del imperio para acotar los poderes fácticos; aumentó las fuerzas del ejército hasta alrededor de 400 mil soldados. Reorganizó los procedimientos legales y las finanzas. En el 211 le sucedió su hijo, otro romano frívolo al que se le recuerda más por su apodo, Caracalla (un tipo de capa larga que importó de Galia), que por su nombre real (Basiano).

Inicialmente compartió el poder con su hermano Geta pero en 212 lo hizo asesinar junto con una multitud de presuntos cómplices, incluido su tutor, el jurista Papiniano. A Caracalla se le recuerda por los enormes y lujosos baños que mandó construir en Roma. Fue asesinado por su gente cercana en el año 217. Macrino se autoproclamó emperador y se mantuvo sólo por un año. Heliogábalo, descendiente de Severo, tomó el poder, aunque realmente gobernaron su abuela, su madre y su tía. En el 222, él y su madre murieron a manos de la guardia pretoriana. Le sucedió Alejandro Severo, un joven de 17 años controlado por su madre, Julia Mamea; ambos fueron asesinados por los soldados durante una campaña militar en la Galia, en el 235. «El reinado de Alejandro Severo fue el último en el que hubo al menos un intento de mantener algún género de gobierno civil. Después de él, se impuso, desnuda y desvergonzadamente, la dominación militar».

Los siguientes 50 años fueron un periodo conocido como «anarquía», hasta que en el 284 tomó el poder Dioclesiano, jefe de la guardia imperial, un militar que nació en una familia campesina pobre y había comenzado como soldado raso. No se instaló en Roma sino en Nicomedia y el Imperio Romano se convirtió en monarquía. Iniciaron formas de vida medieval, con una rígida estructura piramidal de recaudación de impuestos que esquilmaba a cada nivel y a los pequeños labradores no les dejaba otra alternativa que entrar a las grandes propiedades como siervos. Para entonces, el ejército romano estaba integrado principalmente por antiguos miembros de tribus bárbaras que eran igualmente implacables en el saqueo de la región que ocupaban. La decisión de dividir el gobierno del imperio en dos (Occidente y Oriente) y luego en cuatro regiones, con sus respectivos emperadores (una tetrarquía), logró un periodo de paz aunque multiplicó la burocracia.

En pleno uso de sus facultades, Dioclesiano abdicó en el 305 a favor del sucesor. Este gesto de civilidad no prosperó y dio inicio a siete años de batallas entre militares que aspiraban al trono, de las cuales salió victorioso Constantino. El nuevo monarca (con Licinio, en Oriente) disolvió nuevamente la guardia pretoriana, esa «perturbadora banda que había hecho y deshecho emperadores». Los historiadores religiosos relataron como un milagro divino la batalla decisiva de Constantino, por lo cual el nuevo emperador legalizaría al cristianismo, «pero no fue así. Constantino fue durante toda su vida un político realista y es muy probable que haya sido el primer emperador que llegó a la conclusión de que el futuro pertenecía al cristianismo. Decidió que no tenía objeto perseguir a la parte que seguramente iba a ganar, que era mejor unirse a ella, y así lo hizo. Pero no se convirtió oficialmente al cristianismo hasta mucho más tarde, cuando se convenció de que era seguro hacerlo». Previo a ese momento, siguió rindiendo honores al dios Sol. En el 313, se reconoció al cristianismo como una de las religiones legales en el Imperio. El fin de la persecución desató los enfrentamientos entre las facciones cristianas, lo que obligó a la intervención regular del emperador. En el 325, Constantino adoptó la diadema persa, símbolo de superioridad suprema, que pronto adquirió regios adornos (y derivaría en la corona medieval).

Murió en el año 337 y le sucedieron en el trono sus tres hijos, Constancio II, Constantino II y Constante, entre quienes se dividió el imperio. La parte de Oriente enfrentó de inmediato el ataque de Persia, uno más de los que se daban desde hacía 8 siglos, sólo que ahora un argumento era la religión, ya que los misioneros cristianos incursionaban fuera del Imperio Romano intentando convertir a los paganos en fieles al cristianismo (y a Roma). «La guerra entre Sapor II y Constancio II fue la primera de una larga serie de guerras entre la Roma cristiana y una potencia no cristiana de Oriente». Tras la muerte de sus hermanos, Constancio II designó emperador de Occidente a Juliano, quien no se instaló en Roma sino cerca de la frontera norte del Imperio, en la Galia, en Lutetia Parisiorum, ciudad que a veces era llamada París. En el 361 quedó como emperador único, tras la muerte de Constancio II. Juliano era un humanista. Proclamó la libertad religiosa, con plena tolerancia a judíos, paganos y cristianos (y a las distintas tendencias entre estos últimos); reconoció su fe pagana, cosa que disgustó a los católicos a pesar de que «se comportó de una manera mucho más cristiana que casi todos los emperadores cristianos que gobernaron Roma antes y después». Murió en el 363 por la misteriosa herida de una lanza.

El ejército proclamó emperador a Joviano, quien sólo gobernó un año pero fue suficiente para anular la tolerancia religiosa de su antecesor. En 364 los soldados eligieron a Valentiniano, activo defensor de las fronteras imperiales en Europa hasta su muerte, en el 375. Le sucedió su hijo, Graciano. En esa época, la falta de lluvias en las estepas de Asia Central arrojó hacia occidente a rudas legiones de nómadas. «Con sus veloces caballos podían caer como el rayo donde menos se los esperara. Era el terror de su avance en torbellino y su impetuosa carga lo que destruía a sus enemigos, así como su frustrante capacidad para desaparecer ante una resistencia firme sólo para volver desde otra dirección». Los chinos edificaron la Gran Muralla, para repeler a esos hsiung-nu (hunos), que optaron por dirigirse a Occidente. Estos jinetes, que habían inventado el estribo para potenciar sus habilidades, le demostraron de manera cruenta a los romanos que el arte de la guerra se había modificado y había concluido la larga época en la que el soldado de a pie había sido el rey de la guerra. En el 378, en la batalla de Adrianópolis, el ejército romano de Oriente fue destruido. Ante hechos tan categóricos, Roma incorporó un número creciente de jinetes bárbaros a sus filas además dio refugio a cientos de miles de godos, pero en condiciones tan desfavorables que provocó saqueos al interior del imperio.

La mezcla de germanos y romanos escaló a todos los niveles, al grado que en el 388 Arbogasto, un general germano, estuvo detrás del gobernador de Galia, y esa sería la dinámica en lo sucesivo. En el 383 Teodosio había sucedido a Graciano y hasta su muerte, en el 395, logró mantener el imperio ante incursiones bárbaras del norte, guerras en la frontera oriental, rebeliones interiores, desgarramientos religiosos y crisis financieras. Era evidente que: «para que los bárbaros pudiesen destruir el Imperio Romano o cualquier parte de él, éste debía estar consumido interiormente». Y eso estaba ocurriendo: «su población declinaba poco a poco, las ciudades se empobrecían y la administración se sumergía cada vez más en la corrupción y la ineficacia».

El largo declive del imperio

Al morir Teodosio sus dos hijos adolescentes heredaron en trono: Arcadio, de 17 años, tomó el Imperio Romano de Oriente, y Honorio, de 11, el de Occidente. Para ese entonces ya se intensificaban las disputas religiosas entre ambas partes del imperio, así como las territoriales (por Iliria). El encono entre ortodoxos cristianos y las facciones consideradas «herejes», como la de los arrianos, provocó intensos enfrentamientos al interior del imperio. El año 407 marca el retiro definitivo de las legiones romanas de Britania. Otro hecho decisivo ocurrió el último día de 406: una confederación de tribus bárbaras cruzaron el río Rin y se instalaron en forma permanente en varias regiones, desde el norte de Italia hasta Hispania. En el 408, Honorio creyó las intrigas cortesanas contra el principal general romano, Estilicón, y lo mandó decapitar, con lo que selló el destino final del Imperio de Occidente.

Aunque el Imperio Romano duró cinco siglos (del año 27 a.C. al 476 d.C.), Asimov refiere que desde la tercer centuria hubo visos de declive. En diferentes órdenes de la vida romana comenzó a escucharse el «por primera vez», que caracteriza las distintas fases de una decadencia.

Por ejemplo, en el año 235, tras el asesinato de Alejandro Severo en la Galia, el campesino tracio Maximino se hizo proclamar ahí mismo emperador. «Fue el primer emperador que puede ser considerado como un soldado raso». Este hecho marcó el inicio de una serie de guerras civiles (e invasiones extranjeras) que por primera vez se prolongaron por 50 años y desgarraron el Imperio… En el año 251 Decio fue derrotado y muerto por los godos; «era la primera vez que un emperador moría en batalla contra un enemigo extranjero»… En el 259, en Siria, Valeriano fue capturado con engaños por los persas y mantenido en cautiverio por el resto de su vida; «fue el primer emperador capturado vivo por un enemigo extranjero»… En el 271, Aureliano inició la construcción de una muralla fortificada alrededor de Roma, «ciudad que no tenía murallas desde hacía cinco siglos. ¡Cuán claramente demostraba esta decisión hasta qué punto había decaído el Imperio!»… En el 281, Marco Aurelio Caro fue el primer emperador que juzgó innecesario hacer que el Senado aprobase su elección…

En medio siglo [entre 235 y 293], 26 hombres reclamaron el trono imperial con cierto grado de aceptación, y muchos otros lo intentaron sin éxito. Con excepción de uno, todos sufrieron una muerte violenta. La causa básica de la anarquía residía en el hecho de que el ejército ya dominaba al Estado…

A Gordiano, gobernador de África, las legiones locales lo propusieron como emperador. Él intentó declinar el honor pero los soldados lo amenazaron de muerte si no asumía el trono, de manera que aceptó, para sólo gobernar un mes. Este fenómeno fue recurrente.

Los soldados se rebelaban rápidamente para matar a emperadores indignos; y también se rebelaban con igual rapidez para dar muerte a emperadores aguerridos como Aureliano, asesinado por sus soldados en Tracia en el 275, y Marco Aurelio Caro en el 283… Fuesen los emperadores viejos o jóvenes, aguerridos o no, victoriosos o no, todos eran regularmente asesinados por sus hombres…

Las guerras en los límites territoriales del imperio (por expansión de sus fronteras o ataques a ellas), las migraciones germanas (varias de ellas autorizadas por el imperio romano), la «germanización» del ejército romano y sobre todo la sempiterna crisis financiera fueron factores que abonaron a la progresiva decadencia de los dos últimos siglos del imperio. Décadas antes de la fecha oficial de su caída, ya se habían establecido reinos germánicos al interior del imperio, en Galia, Hispania, Bretaña y el norte de África.

La leyenda negra de los vándalos, que bajo el mando de Genserico invadieron Roma en el año 455, sólo es un ajuste de cuentas de historiadores romanos que nunca aceptaron el lento e irremediable derrumbe del imperio que creían eterno.

Genserico era un hombre eficiente. Había acudido en busca de botín y nada más. Durante dos semanas, de manera sistemática y casi científica, se apoderó de todo lo que podía haber de valor para llevárselo a Cartago. No hubo ninguna destrucción inútil ni ninguna carnicería sádica. Roma se empobreció, pero, igual que había ocurrido después del saqueo de Alarico, quedó intacta. Por ello, es paradójico que la amarga denuncia romana de los robos de los vándalos haya hecho que hoy el término «vándalo» sea sinónimo de alguien que destruye de una forma insensata; esto fue precisamente lo que los vándalos no hicieron en esa ocasión…

El progresivo desvanecimiento del Imperio Romano de Occidente culminaría en el 486, cuando Siagrio fue derrotado en Soissons por los francos. Existió la posibilidad de integración de las tribus germánicas con los romanos, pero hubo un impedimento categórico: las diferencias religiosas.

Los herederos de Roma en Occidente iban a ser los francos. La victoria de Clodoveo en Soissons fue el primer susurro de un futuro imperio franco y una nueva cultura franca -centrada en París- que iba a conducir a la Alta Edad Media y, más tarde, a nuestro mundo actual…

Roma en la vida moderna

En buena medida, Asimov muestra que en la historia del Imperio Romano está la raíz de la política moderna, con sus maneras de gobernar, la organización burocrática y los vicios administrativos, los poderes fácticos, las luchas entre facciones y la resolución de conflictos. No sólo durante la Edad Media perdurarían las formas de organización y de gobierno de Roma; algunos aspectos llegarían hasta el presente.

Es el caso del empoderamiento y la codicia entre quienes usan las armas. Tras la muerte de Calígula, en el año 41, Claudio (que estaba presente y a quien se le perdonó la vida) fue propuesto como sucesor por los propios soldados asesinos. El heredero, lleno de pánico, no sólo aceptó sino que prometió una gratificación general a los soldados cuando asumiera el poder.

Esto sentó un mal precedente, pues los soldados aprendieron que podían cobrar por el trono, y el precio se fue haciendo cada vez mayor…

Es también el caso de la ambición de poder. Tras la muerte de Cómodo (año 192) hubo una rebatinga por el trono, que finalmente tomó el general Severo. «Tuvo que ajustar cuentas con los generales rivales. Una vez que se ha ofrecido la corona a un general y éste la acepta, no hay modo de retroceder. Un candidato triunfante no puede permitir que otro derrotado permanezca vivo, pues una vez que el ansia de ser emperador se ha apoderado de un hombre, nunca se puede volver a confiar en él. Más aún, el candidato derrotado, sabiendo que nunca más se confiará en él, debe seguir luchando…»

No solo las prácticas imperiales dejaron profunda huella, también el vocabulario: Tras la muerte de Nerón, los nombres de César y Augusto se convirtieron en títulos imperiales. César llegó a ser sinónimo de emperador y prevaleció hasta el siglo XX, en su versión alemana de «káiser» y la rusa de «zar».

Alrededor del año 300, con Dioclesiano, surgió una forma de organización imperial que buscaba una mejor administración mediante la fragmentación de las regiones en «diócesis», que en latín significaba «gobierno de la casa», la cual fue imitada por la iglesia. Asimismo, algunos títulos otorgados en esa época prevalecieron, como el de dux (más tarde duque) y comes (conde). Este modelo de organización fue retomado por los reinos medievales y prevaleció al menos hasta el siglo XV.

[ Gerardo Moncada ]

Otras obras acerca de Roma:
La Eneida, de Virgilio.
Metamorfosis, de Ovidio.
Arte de amar, de Ovidio.
Odas, de Horacio.
Elegías, de Sexto Propercio.
Catulo, el poeta transgresor que enlazó Grecia, Alejandría y Roma.
Epigramas de Marcial, el maestro de la brevedad punzante.
El Satiricón, de Cayo Petronio.
El asno de oro, de Apuleyo.

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