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El conde Lucanor, del infante don Juan Manuel

Obra clave en la historia de la literatura española; destaca entre las obras medievales didácticas y de autor.

El conde Lucanor es una referencia obligada para abordar una época crucial, la del tránsito de la cultura oral a la escrita; la del declive de la cultura caballeresca y el auge de la literatura «sapiencial» y pedagógica; el surgimiento de las obras de autor y la expansión de nuevas clases sociales (y nuevos públicos) interesadas en el arte de gobernar: la baja nobleza, los académicos, la burguesía y una incipiente clase media.

Don Juan Manuel (5 mayo 1282 – 13 junio 1348) es un personaje excepcional para la Edad Media. Frente al dominio de escritores con formación clerical, él es un laico, testigo y muchas veces protagonista de los sucesos turbulentos de su tiempo, pero que escribe para dar consejos de conducta. Por sus parentescos, fue quizá el noble castellano más poderoso de su tiempo. Pero justamente al declinar su influencia en la corte (cuando Alfonso XI dejó de estar bajo su tutela), se volcó hacia la escritura y tuvo su época más fructífera, entre 1325 y 1335, cuando escribió El conde Lucanor, así como el Libro del cavallero et del escudero, Libro de los estados, Libro infinido, Libro de las tres razones y el Tratado de la Asunción.

En El conde Lucanor, publicado alrededor de 1330, don Juan Manuel hizo algo poco común en su tiempo: usó la primera persona desde el prólogo, haciendo explícita su condición de autor con voz propia.

«El que quiere enseñar una cosa a otro débesela presentar de la manera que crea ha de ser más agradable para el que la aprende […] Por eso yo, don Juan, hijo del infante Don Manuel y Adelantado Mayor de la frontera del Reino de Murcia, escribí este libro con las palabras más hermosas que pude, para poder dar ciertas enseñanzas muy provechosas a los que lo oyeren. Esto hice siguiendo el ejemplo de los médicos, que cuando quieren hacer una medicina que aproveche al hígado, como al hígado gusta lo dulce, le ponen azúcar, miel o cualquier otra cosa dulce, y, por la inclinación del hígado a lo dulce, lo atrae a sí, arrastrando con ello la medicina que le beneficia».

En la literatura castellana medieval escasean los textos en los que un escritor reflexiona sobre su labor. De ahí la excepcionalidad de este prólogo donde además el autor hace explícito que busca el reconocimiento de los lectores, dada la calidad de sus textos y el gran esfuerzo que le han supuesto. De ahí que advierta al público sobre el riesgo de alteraciones futuras de sus relatos.

Los académicos María Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua, puntualizan: «El interés de los autores por controlar la difusión de sus obras, y las quejas por la manipulación de las mismas, ya está asociado a un tipo de transmisión en la que prima la letra sobre la voz, pero también al deseo de que se reconozca su autoría y no se deturpen sus textos» (Historia de la literatura española, Tomo 1, Ed. Crítica, 2012).

Otros contrastan la obra de don Juan Manuel con la del Arcipreste de Hita: «El espíritu aristocrático del primero le sitúa en una posición diametralmente opuesta a la del segundo. Si el Arcipreste mostraba una concepción popular del arte y entendía la producción literaria como colaboración anónima de todo el pueblo con el autor, don Juan Manuel se siente responsable de su obra ante la posteridad y defiende celosamente su estilo propio frente a toda injerencia ajena y frente a cualquier error en la transmisión de los textos» (Historia de la literatura española, José García López, Ed. Vicens-Vives, 1972).

Algunos estudiosos lo consideran el primer prosista castellano con un estilo personal. Lacarra y Cacho comentan al respecto: «En la Edad Media es muy difícil encontrar una obra íntegramente escrita desde el Yo personal, pues estamos en una época en la que la individualidad se proyecta sobre unos esquemas más genéricos, religiosos, estamentales, profesionales, familiares, etc.; esto no impide reconocer en ciertos momentos lo que algunos críticos han llamado ‘segmentos autobiográficos’ y otros han calificado de ‘escritura subjetiva’ o de voz personal». Es el caso de don Juan Manuel, uno de los autores más propensos a incluir detalles personales en su obra. «La excepcionalidad de su caso reside en la abundante documentación conservada -también resultado de su condición social e importancia- que nos permite seguir con precisión sus pasos».

«Bien sabéis Patronio que yo ya no soy joven y que nací, me crié y he vivido siempre en medio de guerras, ya con cristianos y ya con moros, y cuando no, con los reyes, mis señores, o con mis vecinos» (Del salto que dio en el mar el rey Ricardo de Inglaterra, peleando contra los moros).

Literatura pedagógica

Una vertiente de la literatura medieval buscaba orientar y educar a los caballeros. Lacarra y Cacho refieren: «La literatura didáctica siempre escoge la voz de la experiencia, vital y cultural, el padre, el maestro, el anciano, frente al discípulo o al hijo […] El tono conversacional alterna con la información facilitada». Don Juan Manuel solía crear parejas que conversaban acerca de sus dudas y preocupaciones. En El conde Lucanor, creó una serie de relatos cuyo hilo conductor fueron diálogos entre el gran señor y Patronio, su sabio consejero.

«-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, en las cosas graves e importantes es muy difícil aconsejar, pues el mejor consejero puede equivocarse por no saber qué ha de resultar […] por lo cual el que ha de dar consejo, si es hombre leal y que quiere acertar, se ve en grave aprieto, pues si el consejo que da sale bien, no recibe más gracias que el que se diga que cumplió con su deber y, si sale mal, se desacredita. Por todo ello me gustaría no tener que dar consejo sobre un asunto dudoso y que, por donde se mire, tiene sus peligros; pero, pues queréis que os aconseje, y no puedo negarme…» (La zorra y el gallo).

«En mayor o menor grado, en función de autores, géneros y épocas, las letras medievales reivindican su valor ejemplar para proporcionar lecciones, normas de conducta, instrucciones, aunque ellas mismas estén basadas en ‘fingimientos’ y en hechos no sucedidos, en definitiva, en mentiras con su carga negativa en la tradición judeocristiana; de ahí la insistencia en señalar que debajo de lo ficticio y placentero se encubren razones graves, más profundas. En los casos más sencillos, la ejemplaridad se imponía directamente, casi siempre subrayada por el autor. [Estas obras] podían estar dirigidas a los príncipes, a los caballeros o a los religiosos, a un público restringido por la edad -por ejemplo los jóvenes ‘defensores’ a quienes adoctrinaría don Juan Manuel-«.

«…Debéis saber que los mozos más inteligentes son los más expuestos a hacer lo que menos les conviene, pues tienen entendimiento para emprender lo que luego no saben cómo terminar […] Hijo, esto ha de servirte para aprender a conducirte en la vida, y te convenzas de que nunca harás nada que a todo el mundo le parezca bien, pues si haces algo bueno, los malos, y además todos aquellos a quienes no beneficie, lo criticarán, y si lo haces malo, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar lo que hayas hecho mal. Por tanto, si tú quieres hacer lo que más te convenga, haz lo que creas que te beneficia, con tal que no sea malo, y en ningún caso lo dejes de hacer por miedo al qué dirán, pues la verdad es que las gentes dicen lo primero que se les ocurre, sin pararse a pensar en lo que nos conviene» (Lo que sucedió a un honrado labrador con su hijo).

En estos relatos, el humor juega un papel relevante. «La combinación de bromas y veras era avalada con lejanos preceptos horacianos según los cuales convenía mezclar lo dulce con lo útil (miscere utile dulci), cuya expresión medieval era el enseñar deleitando (docere delectando)», como lo señala don Juan Manuel en el prólogo al comparar al escritor con el médico, la enseñanza con la medicina, lo dulce con la ficción y al lector con el enfermo (Lacarra y Cacho).

Pero la dosis humorística variaba: «Si en el Arcipreste de Hita es frecuente la risa franca y despreocupada, los rasgos de humor de don Juan Manuel no pasan los límites de una comedida, aunque con una maliciosa e intencionada sonrisa» (José García López).

«Debéis saber que mentira sencilla es cuando uno le dice a otro: ‘Don Fulano, yo haré tal cosa por vos’, sin pensar en hacerla. Mentira doble es cuando un hombre presta juramento, entrega rehenes, autoriza a otro a pactar por él, y mientras da tales seguridades, piensa la manera de no cumplir lo que promete. La mentira triple, muy eficaz y de la que nos libramos muy difícilmente, es la del que mientre con la verdad […] Vos, señor conde, fijaos en que la Mentira tiene hermosas ramas y en que sus flores, que son sus dichos, sus pensamientos y sus lisonjas, aunque muy agradables, son como humo y no llegan nunca a dar buenos frutos […] Aunque la Verdad sea menospreciada, abrazaos a ella y estimadla en mucho, pues con ella viviréis feliz, acabaréis bien y ganaréis la gracia de Dios, que os hará próspero y respetado en este mundo y os dará en el otro la vida eterna» (Lo que sucedió al árbol de la mentira).

La lengua española… varias lenguas

Antes del siglo XV, el latín era considerada la lengua por excelencia, superior a las lenguas romance. Ante ello, muchos escritores se justificaban por usar estas últimas. En el anteprólogo a El conde Lucanor, por ejemplo, se señala que don Juan Manuel ‘fizo todos sus libros en romance, et esto es señal cierto que los fizo para los legos et de non muy grand saber, como lo él es’.

«Vos, señor conde Lucanor, pues gracias a Dios estáis en paz, muy bien y con honra, no creo que obréis muy cuerdamente al aventurar todo esto, emprendiendo lo que os aconsejan, pues quizás os lo digan vuestros consejeros porque saben muy bien que, cuando estéis metido en ello, os veréis obligado a hacer lo que ellos quieran, mientras que ahora, que estáis en paz, hacen lo que queréis» (Lo que dijo un genovés a su alma al morirse).

Lacarra y Cacho señalan: «Durante buena parte de la Edad Media, la lengua no estaba vinculada a una nacionalidad, entre otras razones porque este era un concepto inexistente o no equiparable con el actual, y ciertas tradiciones literarias implicaban usos lingüísticos inusuales hoy […] La convivencia entre los cristianos y los miembros de la comunidad mudéjar pueden explicarnos la presencia de arabismos, como los entretejidos en el Libro del buen amor o en El conde Lucanor«. Añaden que Don Juan Manuel, como adelantado mayor de la frontera, tendría cierta familiaridad con la variedad dialectal andalusí. Asimismo, los contactos orales con la comunidad mudéjar o con la judía serían una vía para la circulación de cuentos o proverbios antiguos. «No es, pues, difícil suponer que directamente, o a través de intermediarios, los cristianos escucharan historias que luego plasmaran en sus obras».

«El rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y amábala más que a nadie en el mundo. Ella fue muy buena, hasta el punto de que sus dichos y hechos se refieren aún entre los moros; pero tenía el defecto de ser muy caprichosa y antojadiza […] El rey, viendo que había hecho tanto por darle gusto y satisfacer sus caprichos, le dijo en árabe: Wa la nahar attin?, lo que quiere decir: ¿Ni siquiera el día del lodo?…» (Lo que sucedió al rey Abenabet de Sevilla con su mujer Romaiquía).

«Hubo en Córdoba un rey llamado Alhaquen. Aunque mantenía en paz su reino, no se esforzaba por ilustrar su nombre ni alcanzar fama […] Un día cogió un instrumento que agrada mucho a los moros, llamado albogón, y le hizo un agujero en la parte de abajo. Con esta reforma tuvo mucho mejor sonido. Aunque la reforma fue buena en sí, como era una cosa mucho más pequeña que las que los reyes suelen hacer, las gentes comenzarona a alabarla en tono de burla y decían al elogiar a alguien: Wa hadi ziyadat Al-Hakam, que quiere decir: «Este es el añadido de Alhaquen»… (Lo que sucedió a un rey de Córdoba llamado Alhaquen).

«…al sentarse a la mesa, comenzar a beber y sonar el jarro, mostró la mora que iba a desmayarse del miedo que le daba el ruido que hacía. Cuando su hermano lo vio y se acordó del valor y la decisión con que había descoyuntado la cabeza del muerto, le dijo en árabe: Aha ya ukhti, tafza’ min baqbaquwa la tafza min fatq’ unqu. Lo que quiere decir: «Oh, hermana, te asustas del gluglú, pero no te asustas al romper el cuello». Esto se ha convertido en un proverbio que usan los moros…» (Lo que sucedió a un moro con una hermana suya, que decía que era muy medrosa).

Canon medieval

Una nueva edición en 1575 de El conde Lucanor renovó el interés por las «obras antiguas», mismas que serían retomadas por escritores como Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón y Gracián. Así ocurrió con la historia de doña Truhana.

«-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer llamada doña Truhana, más pobre que rica, que un día iba al mercado con una olla de miel sobre su cabeza. Yendo por el camino comenzó a pensar que vedería aquella olla de miel y que compraría con el dinero una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero con el que vendería las gallinas compraría ovejas, y así fue comprando con las ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas. Luego pensó que con aquella riqueza que pensaba tener casaría a sus hijos e hijas e iría acompañada por la calle de yernos y nueras, oyendo a las gentes celebrar su buena ventura, que le había traído tanta prosperidad desde la pobreza en que antes vivía. Pensando en esto se empezó a reír con la alegría que le corría en el cuerpo y, al reírse, se dio con la mano un golpe en la frente, con lo que cayó la olla en tierra y se partió en pedazos. Cuando vio la olla rota, comenzó a lamentarse como si hubiera perdido lo que pensaba haber logrado si no se rompiera. De modo que, por poner su confianza en lo que imaginaba, no logró nada de lo que quería. Vos, señor conde Lucanor, si queréis que las cosas que os dicen y las que pensáis sean un día realidad, fijaos bien en que sean posibles y no fantásticas, dudosas y vanas, y si quisiereis intentar algo guardaos muy bien de aventurar nada que estiméis por la incierta esperanza de un galardón inseguro…» (Lo que sucedió a una mujer llamada doña Truhana).

El catálogo de obras y autores más representativos de la literatura medieval española es, por lo menos, polémico. «Las investigaciones de la Escuela de Filología Española, fundada por Ramón Menéndez Pidal, consolidan una nómina de obras canónicas encabezada por el Cantar de mio Cid, Berceo, el Arcipreste de Hita, El conde Lucanor, Jorge Manrique o La Celestina, junto con la lírica tradicional y el romancero. Se trata de un canon claramente castellanista que responde a una visión de la literatura medieval no muy diferente de la expuesta por don Ramón en sus ‘Caracteres primordiales de la literatura española’, y que tiene poco que ver con la difusión de estas obras en la Edad Media».

«Vos, señor conde, pues habéis criado a este otro mancebo y queréis llevarle por el buen camino, buscad el modo de adoctrinarle por medio de historias agradables y gustosas de oír, pero de ningún modo os enojéis con él por quererle corregir con denuestos o riñas, porque el carácter de la mayoría de los mancebos es tal que pronto aborrecen al que los amonesta, y sobre todo si es hombre de alcurnia, creen que es una ofensa, sin ver qué errados andan en ello, pues no hay en el mundo tan buen amigo como el que amonesta al mancebo para que no yerre» (Lo que sucedió a un rey mozo con un gran filósofo a quien su padre le había encomendado).

El marco narrativo de El conde Lucanor corresponde al de las obras de instrucción, en las que el relator juega con viejos recursos retóricos para atrapar la atención del público y granjearse su juicio. De igual manera, el presentarse como obrero o juglar de Dios puede considerarse una de las múltiples variantes del tópico de humildad, frecuente al comienzo o la final. Se trata de abundantes fórmulas de la transmisión oral que han pasado a la escritura, pero al mismo tiempo pueden interpretarse como indicios de una lectura en voz alta. En el prólogo, don Juan Manuel menciona: «escribí este libro con las palabras más hermosas que pude, para poder dar ciertas enseñanzas muy provechosas a los que lo oyeren», consciente de la fuerte tradición oral.

Sin embargo, «el acceso a un libro de un modo silencioso e individual se practicaba a lo largo de la Edad Media dentro de unos ámbitos determinados y para cierto tipo de obras, especialmente profesionales o de estudio, consideradas como una herramienta de trabajo o de consulta, a las que habría que sumar las devocionales, de meditación, adecuadas para ser leídas en la intimidad».

«Fijaos bien señor conde, que aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, lo que dijo fue siempre verdad. Desconfiad de la verdad engañosa, que es madre de los peores engaños y perjuicios que pueden venirnos» (Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico).

Como parte de las técnicas educativas, algunos autores recurrían a las fábulas esópicas, habituales en el Zifar, en El conde Lucanor y, de forma más compleja, en el Libro del buen amor.

«El gallo, que estaba a salvo, no hacía caso alguno de las seguridades o amenazas de la zorra. Cuando la zorra comprendió que de esta manera no podía engañarle, se dirigió al árbol y empezó a roer el tronco con los dientes y a dar en él golpes con la cola. El pobre gallo se asustó mucho, sin darse cuenta de que nada de esto era peligroso; el miedo, sin embargo, le llevó a huir a los otros árboles, con el deseo de estar más seguro. Al ver la zorra que sin motivo estaba asustado, se fue tras él y le fue llevando de árbol en árbol, hasta lograr cogerlo y comérselo […] Este cuento deberían saberlo todos aquellos que tienen fortalezas a su cargo…» (La zorra y el gallo).

La literatura educativa buscaba desarrollar el buen juicio con miras a fomentar la sabiduría, para evitar los múltiples engaños en que por ignorancia o codicia podían caer caballeros, nobles y reyes, o quienes aspiraban a vivir como tales.

Un pícaro decía poder producir oro a partir de un material llamado tabardie. Para ir en busca de este ingrediente, obtuvo una fortuna de un rey ambicioso. Cuando pasó el tiempo y el alquimista no volvía fueron a buscar rastros en su casa. «Sólo hallaron un arca cerrada en la que, al ser abierta, vieron un papel dirigido al rey, que decía de este modo: Podéis estar seguro de que no existe el tabardie. Os he engañado. Cuando yo os decía que os haríais rico, debierais haberme respondido que primero me hiciese yo, y entonces me creeríais» (Lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro).

Reforma educativa en el Medievo

Los académicos Lacarra y Cacho refieren que, «el noble medieval podía combinar, e incluso en ciertos momentos concertar, armas y estudio, pero su dedicación a las letras no constituía su tarea primordial ni prioritaria».

Si bien, desde el siglo XI, Fernando I había intentado que sus hijos aprendieran las disciplinas liberales y en algunas cortes se intentaba impulsar el estudio entre los nobles, para el siglo XIV ya se plantea que los altos linajes requieren el aprendizaje de las letras, ‘mientras que podían quedar excusados de su estudio los de más baja condición económica y social’, lo que implicaba un criterio selectivo». Don Juan Manuel fue más lejos: hacia 1327-1332 esbozó en el Libro de los estados un programa educativo destinado al caballero, en el que convergen los estudios con la formación para la guerra.

«A vos, señor conde Lucanor, puesto que sabéis que vuestra honra y el mayor bien para el cuerpo y el alma no son otra cosa que el mayor servicio que se haga a Dios, y también sabéis que, según vuestro estado, en nada podéis servirle mejor que guerreando contra los moros en defensa de la santa y verdadera religión católica, os aconsejo una y otra vez que, desde el momento en que estéis a cubierto de otros ataques, combatáis a los moros. Tendréis con ello muchas ventajas: la primera, servir a Dios; la segunda, cumplir con vuestra profesión de caballero, no viviendo ociosamente como un parásito, lo que no le está bien a ningún gran señor […] Ninguna de las ocupaciones que podéis tener es tan buena, honrada y provechosa para el cuerpo y el alma como la guerra contra los moros…» (Lo que sucedió a un sacre del infante don Manuel con un águila y una garza).

La convergencia de armas y estudio no fue tan común. De hecho, a don Juan Manuel se le reprochó que perdía el tiempo escribiendo, por ser considerada ésta una actividad más propia de los clérigos letrados que de la nobleza. A sus críticos respondió con la contraposición entre ‘fazer libros / jugar a los dados o fazer otras viles cosas’, lo que implicaba que era una actividad honesta que realizaba en su tiempo libre.

El arribo de la baja nobleza

El historiador Johannes Bühler refiere que a fines del siglo XIII comenzó a declinar la cultura caballeresca. Esto significa que para cuando fue publicado El conde Lucanor buena parte del público que don Juan Manuel buscaba aleccionar había perdido interés en este tipo de obras. Pero había un nuevo grupo social que buscaba mimetizarse con nobles y caballeros.

«Los servidores privilegiados de los reyes y de los grandes del Estado y de la iglesia -los administradores de sus tierras, los regentes de algunos de sus cargos domésticos, sus guerreros armados y de a caballo- fueron agrupándose en una nueva clase social, la de los ministeriales o servidores, de la que surgiría la mayoría de la baja nobleza. Esta nueva nobleza estaba calcada, en muchos aspectos, sobre la antigua aristocracia». De manera que mientras los caballeros se tornaban en un ‘anacronismo viviente’ y eran apabullados en combates que ya no respetaban reglas, esta clase emergente anhelaba aprender todo aquello que no había recibido desde la cuna. Era un nuevo público para las obras donde «las ideas y el tipo de vida de la nobleza eran exaltados hasta convertirse, no solamente en un ideal social sino también en un ideal espiritual y moral».

«Dios, que es señor misericordioso y de muy gran poder, acordándose de lo que dijo en el Evangelio de que no quiere la muerte del pecador , sino que se convierta y viva, ayudó entonces al rey de Inglaterra y le sacó del agua, dándole vida temporal y eterna. Con lo cual el rey se dirigió contra los moros […] Vos, señor conde Lucanor, si queréis servir a Dios y desagraviarle por las ofensas que le hayáis hecho, procurad antes de partir de vuestra tierra dejar reparados los daños causados y hacer penitencia por vuestros pecados, y no os preocupéis por la vanidad del mundo ni hagáis ningún caso de los que os digan que atendáis a vuestra honra, lo que para ellos es mantener a muchos servidores sin mirar si tienen con qué ni pensar en cómo acabaron los que tal hicieron ni cómo viven sus descendientes […] Esta es para mí la mejor manera de salvar el alma, según vuestro estado y vuestra dignidad» (Del salto que dio en el mar el rey Ricardo de Inglaterra, peleando contra los moros).

Los ministeriales constituían una nueva clase suficientemente numerosa. Se estima que habría cien familias ministeriales por cada una de las antiguas familias aristocráticas. En algunos casos, la cifra sería mayor. Por ejemplo, se dice que Godofredo de Kappenberg regaló al obispado de Münster 105 ministeriales y un cierto número, además, al arzobispo de Colonia y a otras fundaciones eclesiásticas. Habría que agregar el gran número de servidores de carácter eclesiástico y los ministeriales que dependían de la corona, considerados en aquel entonces los más importantes de todos.

A los ministeriales se suman otros movimientos sociales en ascenso: las burguesías mercantil y bancaria, una incipiente clase media, los académicos y los intelectuales (que surgen con la aparición de las universidades y centros educativos), los artistas; los campesinos se hacen visibles con sus revueltas. La sociedad está en ebullición y cambio. A lo largo del siglo XIV y principios del XV se escucha reformatio in capite et membris! (¡es necesario reformarlo todo, de la cabeza a los pies!).

El Medievo vive su última etapa, en turbulencia, «aunque para la sociedad sigan siendo decisivas las formas caballerescas cultivadas por la nobleza y ésta se considere y sea considerada todavía como la clase llamada a dirigir» (Vida y cultura en la Edad Media, Johannes Bühler, FCE, 1983).

Tradición y originalidad

Antes de ser rey de Castilla, Alfonso X mandó traducir Calila e Dimma, reelaboración de una vieja colección de cuentos hindú (el Panchatantra), compuesta alrededor del 300 d.C. «La versión castellana medieval supone una experiencia literaria que enseñará unos nuevos modos de contar y de organizar los relatos, cuyas huellas se descubren directa e indirectamente en El conde Lucanor, los Castigos del rey don Sancho IV o el Zifar«, afirman Lacarra y Cacho.

Y es que por esos años (mediados del siglo XIII) fueron difundidas en castellano diversas obras de carácter ‘sapiencial’, que transmitían normas de conducta aplicadas a la vida cotidiana y en las que el eje central era el saber y su importancia en la vida humana. «Estas enseñanzas se transmiten mediante formas breves, bien sea dichos de hombres sabios (como en los Bocados de oro), concisos intercambios de preguntas y respuestas, o colecciones de cuentos. Comparten su remoto origen oriental y su contenido presentado con menor o mayor grado de ficcionalidad. El predominio de breves dichos o sentencias comporta una abstracción conceptual […] Con independencia de su origen gozaron pronto de una amplia popularidad en la Península ibérica y se trasvasaron o utilizaron en múltiples textos. Don Juan Manuel tendría a su alcance la traducción de los Bocados de oro, que circulaba por el escritorio de Alfonso X y pudo inspirarse en ella para las partes II, III y IV de El conde Lucanor«.

Se considera que un atributo narrativo de don Juan Manuel es la concisión. Su lenguaje representa un avance respecto al de Alfonso X, por su mayor naturalidad y soltura.

Para Lacarra y Cacho, la prosa de don Juan Manuel representa la culminación de un proceso que había cobrado un gran impulso cuando Alfonso X se propuso unir el poder político con las letras y consiguió encarnar el ideal de gobernante ilustrado. A la sombra de su tío Alfonso X, don Juan Manuel inicia su producción literaria pero alcanzaría plenitud bajo el orden cultural instaurado por su primo Sancho IV. «Su obra, más reducida y personal que la de su tío, alcanza la categoría de prosa artística al margen de la corte, cuando se refugia en la escritura tras su distanciamiento de Alfonso XI en 1327. La progresión que se percibe desde la Crónica abreviada hasta El conde Lucanor muestra el proceso de adquisición de un estilo propio, en el que logra la adecuación al castellano de algunos principios utilizados en la literatura escolástica latina, pero sin desdeñar algunos recursos más cercanos a la oralidad, en especial en El conde Lucanor y el Libro de las tres razones«.

En El conde Lucanor, don Juan Manuel supo conjugar una rica variedad de temas, formas didácticas y estilos retóricos. Los relatos conforman un manual para adoctrinamiento de un noble, siguiendo un recorrido que va de asuntos mundanos a otros filosóficos o religiosos. «El juego de consejeros y aconsejados se reproduce a lo largo del libro en una serie de espejos infinitos, ya que son varias las historias en las que un personaje adoctrina a otro con la misma vinculación que mantienen Patronio y Lucanor entre sí, y el autor con sus lectores».

El escritor crea una suma de tradición y originalidad, pues construye una obra nueva a partir de viejos materiales reconocibles por sus lectores. «El libro es una hábil combinación de distintas formas breves, desde los cuentos hasta los proverbios y versos, engarzados en el marco narrativo de los diálogos entre Patronio y el conde. Una gran parte de las historias cuentan con antecedentes en textos latinos o árabes; los proverbios pueden remontarse a precedentes tanto orientales como occidentales».

Y la versión de don Juan Manuel será referencia para otros escritores que posteriormente retomarán los relatos, como la historia del mancebo que se casó con una mujer muy fuerte y muy brava, que servirá de tema para una obra de Shakespeare; la de Doña Truhana, precedente de la célebre fábula de La lechera; la de los burladores que hicieron el paño, antecedente del Retablo de maravillas de Cervantes (y aún más tarde, de El rey desnudo de Hans Christian Andersen).

El cuento 11 (que inspiró una comedia de Ruiz de Alarcón) ha fascinado a escritores en la época moderna, como Jorge Luis Borges. En el relato, don Juan Manuel consigue mantener tan engañado al deán de Santiago (que desea obtener los conocimientos esotéricos de don Illán) como al lector.

«-Señor conde -respondió Patronio-, había un deán en Santiago que tenía muchas ganas de saber el arte de la nigromancia. Como oyó decir que don Illán de Toledo era en aquella época el que la dominaba mejor que nadie, se vino a Toledo a estudiarla con él […] contó el deán el motivo de su viaje y rogó muy encarecidamente que le enseñara la ciencia mágica, que tenía tantos deseos de estudiar a fondo. Don Illán le dijo que él era deán y hombre de posición dentro de la Iglesia y que podía subir mucho aún, y que los hombres que suben mucho, cuando han alcanzado lo que pretenden, olvidan muy pronto lo que los demás han hecho por ellos; por tanto temía que, cuando hubiera aprendido lo que deseaba, no se lo agradecería ni querría hacer por él lo que ahora prometía…»

Este es el punto de partida de un largo relato fantástico, de sorprendente estructura en espiral que al final se compacta para quedar reducida a un inesperado círculo (Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo).

«Ya, señor conde Lucanor, he respondido a lo que preguntasteis. Con ésta os he contestado a cincuenta preguntas. Habéis estado tanto tiempo oyéndome, que estoy seguro que muchos de los vuestros están fastidiados, sobre todo aquellos que no tienen muchas ganas de oír ni de aprender nada de provecho. Les sucede como a las bestias cargadas de oro, que sienten el peso que llevan a cuestas, pero no se aprovechan de lo que vale…»

[ Gerardo Moncada ]

Otras obras de Medievo:
El cantar del mio Cid.
Libro del buen amor, de Juan Ruiz arcipreste de Hita.
Chanson de Roland.
Beowulf, el origen de la épica inglesa.
Leyendas medievales en Alemania (Hermann Hesse).
Tristán e Isolda, versiones de Béroul y de Thomas.
El caballero del león, de Chrétien des Troyes.
La divina comedia, de Dante Alighieri.
Decamerón, de Giovanni Boccaccio.
Cancionero, de Francesco Petrarca.
Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique.
La Celestina, de Fernando de Rojas.
El Lazarillo de Tormes.
La Edad Media (ensayo histórico).
Vida y cultura en la Edad Media, de Johannes Bühler.
Arte en la Edad Media.

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