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Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli

Pulcro escritor mexicano, de refinado y ácido humor, Rodolfo Usigli nació el 17 de noviembre de 1905 y murió el 18 de junio de 1979.

Ensayo de un crimen es una obra maestra de la novela negra y una pieza representativa de la mejor literatura mexicana de mediados del siglo XX. Sin embargo, el pleno reconocimiento a esta obra llegó décadas después de su publicación.

Su personaje, Roberto de la Cruz, es un hombre maduro, un ocioso y refinado heredero, un dandy con una parte oscura que aflora bajo condiciones específicas y que, curiosamente, es la única que podría dar sentido a su existencia.

Sólo habría podido describir su sensación como una gruesa línea de amargura que recorría el centro de su paladar y su lengua y bajaba por su garganta hasta el estómago, repentina y agudamente adolorido. Sin dejar la navaja aunque había terminado ya de afeitarse, escudriñó su rostro en el espejo en busca de una explicación. No era la primera vez que esto le ocurría, estaba seguro: ese calor extraordinario que arrebataba su cabeza y la hacía flotar en un ambiente de calor y de fuego…

Consciente de su futilidad, el personaje se descubre ávido de encontrarle un propósito a su vida.

¿Te acuerdas de mi hermana Sara? Una vez la dejaste asustadísima, diciéndole que te gustaría ser un gran criminal. ¿Te acuerdas? Pero, ¿quién realiza sus sueños?…

Ensayo de un crimen posee una trama robusta, minuciosa, escrita con pulcritud, que se desarrolla con notable eficacia narrativa, con varios giros argumentales que rayan en lo paródico. La complejidad y las profundas motivaciones de sus personajes permanecen ocultas bajo las convenciones de la tradición, a pesar de que la sociedad se encuentra en vertiginoso cambio, alejándose de los hábitos decimonónicos y provincianos para abrazar con entusiasmo la modernidad cosmopolita.

De hecho, en ese tiempo en que la narrativa mexicana se enfocaba principalmente en el costumbrismo, en la problemática rural e indigenista, en la Revolución Mexicana y los cambios que provocó, en el ascenso de la burguesía y una nueva clase media, Ensayo de un crimen irrumpió como la primera novela urbana de la Ciudad de México.

La metrópoli, entre el esplendor público y el submundo

El escenario de la novela es la capital mexicana de 1944, descrita con acierto mediante detalles relevantes: las interminables construcciones, los restaurantes de moda, las cafeterías, los bares, los cabarets, los casinos clandestinos tolerados por funcionarios asociados al negocio; el Paseo de la Reforma aún era un lugar de esparcimiento, las Lomas todavía eran tales, la urbe era pequeña y gozaba de «buen aire» a pesar del creciente tráfico (ya destacaban entre los sonidos urbanos la estridencia de motores y cláxones). El escenario metropolitano es, por momentos, un personaje más en la historia.

Entró en la vieja casa de los azulejos [Sanborn’s]. Lo habían fascinado siempre las proporciones del antiguo patio, convertido en comedor. Buscó una mesa en el centro, desde la cual pudiera ver el fresco de Clemente Orozco, evitando los pavos reales que ensuciaban las otras paredes. Mató el tiempo viendo a las mujeres que subían y bajaban por la señorial ancha escalera. Inspeccionó también, sin impertinencias, a sus escasos vecinos, un grupo de americanos en una mesa, y el mixto grupo de economistas, periodistas y pseudoliteratos que se reunían cotidianamente a tomar café. Más allá estaban los marxistas con empleo oficial… Eran las cinco. A la altura de Motolinía compró la extra. Dobló el periódico y se lo metió en el bolsillo del saco, caminando hasta el café París-Express con su ridícula Torre Eiffel en miniatura, recortada en el rótulo. El café era como un baño de los más desagradables ruidos. Vio las mesas verdes rodeadas de escritores, poetas y artistas; de refugiados españoles; de quintacolumnistas, espías y traficantes en drogas heroicas; de toxicómanos, mujeres equívocas y homosexuales; de políticos y comerciantes; de estudiantes y de jovencitas que tomaban té, café o coca-cola con el aire superior de estar al fin en el mundo y en su movimiento… [Al salir] El tránsito había crecido ruidosamente en la calle. Los grandes y destartalados camiones amarillos de Tacuba, y los de desagradable color café de Santa Julia, y los verdes y más pretenciosos de las Lomas; los coches de alquiler y los particulares; las gentes presurosas que se agolpaban en las esquinas…

Roberto de la Cruz se mueve con soltura por la ciudad, la domina. Lo mismo acude a los sitios elegantes que a los clandestinos, a los lugares de moda o a los populares, como el famoso salón de baile Leda:

Bajo el anuncio luminoso de gas neón, y obstruyendo la puerta, había gran número de individuos, aparentemente conductores de carros de alquiler. Se abrieron paso y entraron al fin en un gran salón adornado a la antigua usanza mexicana, con cintas y flecos de papel de china de colores fuertes. A lo largo de las paredes había numerosos compartimentos pullman. La orquesta, muy buena, tocaba un son cálido y acentuado. Las luces azules y rojas herían los ojos, prestando al lugar una especie de falsa intimidad. La concurrencia era numerosa y variada. Por una parte, había bastantes mujeres, vestidas de modo desigual, pero pintadas con una clownesca uniformidad -changuitas, como se les anuncia-, encargadas de atender a los consumidores. Muchas tronaban el chicle al bailar y todas sostenían entre sus manos los sombreros de sus compañeros de baile, que eran, en lo general, tipos de obreros, de golfos o de esa variedad nueva en la fauna del vicio mexicano que, aunque tiene mucho del antiguo «cinturita», se distingue por una connotación de origen cinematográfico: el «tarzán», con el rizo caído sobre la frente. Había por otra parte, un gran grupo de personas vestidas de noche, «apretados» en busca de emociones fuertes que seguían la moda de ir de tugurio en tugurio por las noches, en «slumming», como dicen. En una de las mesas, una norteamericana alta y gruesa gritaba algo con voz pastosa. Aquí y allá había periodistas, escritores, pintores, ya de pie junto a la barra, ya sentados en los compartimientos, bailando con mujeres de sociedad y niñas bien…

Pero al margen de la agitada vida social había otro mundo, subterráneo. El autor se toma algunas libertades literarias acerca de la legalidad, el crimen y la impartición de justicia, quizá sin imaginar que con los años pasarían a convertirse en la norma en México:

El inspector Herrera, el mayor romántico de todos. Se le metió en la cabeza convertir a los ladrones en policías; no lo comprendieron, y lo peor fue que entonces los policías se convirtieron en ladrones. Fue el delirio…

Los artículos de fondo de todos los diarios se referían a los errores judiciales, a la criminalidad desatada en México…

Los periódicos todavía jugaban un papel central en la difusión de noticias y los reporteros y articulistas gozaban de gran poder para moldear la opinión pública, aun con escaso rigor periodístico e incluso con frivolidad.

Era de una de esas secciones de chismes que parecen haberse convertido en el eje y la sal del periodismo en México, y que tantas molestias han ocasionado a todas las personas que tienen la desgracia de ser conocidas… Era de esos periodistas que se envenenan a sí mismos cuando escriben, pero que, sin pluma, podrían ser personas decentes…

Detrás de las noticias, incluso de las más escabrosas, había una realidad más siniestra, oculta a la mirada pública, que se manifestaba en la prisión de Lecumberri:

Este es el México desnudo -solía decirle Manuel Rodríguez Lozano, preso por la desaparición de unos grabados de Durero-; el México prodigioso del beso y la puñalada. Aquí he visto acciones de maravilla y canalladas sin igual, pero todo es verdadero, y me siento más seguro y mejor entre éstos que entre los externos, que fueron los que me mandaron aquí…

Todo resultaba de interés para Roberto de la Cruz, el bullicio, lo exquisito, lo popular, lo subterráneo. Sin embargo, nada le era suficiente. Algo faltaba.

La vida inútil de un dandy

El personaje de esta novela está consciente de que ya no es joven, y aunque vive a gusto en su condición de dandy sabe que el tiempo apremia y debe actuar si quiere que su vida tenga algún sentido.

Se dio cuenta de que hacía mucho que no pensaba en sí mismo. ¿Era feliz? Sí, si la felicidad era el vacío que sentía, el vivir en un clima que no ponía a contribución ningún esfuerzo o pasión de su parte. En realidad no sabía nada, ni adónde iba ni lo que quería. Se limitaba a dejarse llevar, y comprendía que la realidad tardaría mucho en llenar el lugar del sueño, infiltrándose en él tan lentamente…

Lo que se reprochaba era la ociosidad de su pensamiento, pues sabía que el pensamiento es acción…

De la Cruz busca cambiar la banalidad de su existencia, encontrar aquellas dos cosas que el ex inspector de policía le había recalcado: «toda la gente tiene un objeto y un destino».

Parafraseó, amargamente, la frase de Lugones: Después de todo, un criminal no es más que un hombre igual a todos los demás hombres y que, además, ha cometido un crimen… Todos los hombres cometen crímenes, deformando naturalezas humanas, destruyendo moralmente a una esposa, a un subalterno, a un rival -pero no todos se atreven a hacerlo derramando sangre-…

Usigli deposita en su personaje el clasismo, la indolencia y el despotismo de las familias cuyo abolengo se había basado en la fortuna atesorada por varias generaciones, y cuyos descendientes sólo se habían esmerado en pulir sus gustos y sus maneras para dilapidar con exquisitez el remanente de su riqueza, mientras exhibían un fino y ácido humor:

Lo extraordinario era que ella se veía peor que de costumbre, más pintada, más vencida por la indefinible edad, y que, sin embargo, su cutis era muy suave, con esa suavidad -pensó él- de la carne descompuesta…

Roberto de la Cruz anhela la fama pública pero no cualquier fama, debe ser la de criminal exquisito. Todos sus esfuerzos van en esa dirección. Le impulsa pensar que «ningún hombre muere sin conocer alguna forma de la gloria», pero una y otra vez se topará con la realidad, que tiene sus propias reglas… y un poco de humor negro.

Los crímenes son como los libros: unos los escriben a tiempo y otros los copian…

Del olvido a la revaloración

Al momento de su publicación, Ensayo de un crimen fue una obra subestimada.

El especialista Enrique Anderson Imbert advertía que en la prosa latinoamericana de las décadas de 1930 y 1940 dominaba un nuevo tipo de realismo (con aspectos absurdos) mezclado con un naturalismo atrevido, crudo, agresivo. No obstante, José Luis Martínez no dudó en reprobar Ensayo de un crimen afirmando, de manera tajante, que suscitaba el morbo en el lector.

Por su parte, Rafael Solana sólo le encontró valor en el uso del suspenso y por la fiel reproducción de la vida cotidiana en México, con trazos tan fuertes y con tal acopio de detalles que -dijo- en el siglo 21 esta obra sería consultada como lo fueron en el siglo XX las Memorias de Guillermo Prieto.

Décadas después, Octavio Paz escribió: «El único del grupo de los Contemporáneos que no sólo oyó el lenguaje de los mexicanos sino que llegó a recrearlo y reinventarlo, a veces con gran felicidad, fue Rodolfo Usigli (Xavier Villaurrutia en persona y en obra, FCE, 1978)

Debieron pasar unos años más para que escritores como Enrique Serna y especialistas como Ilán Stavans, Amelia S. Simpson, Vicente Francisco Torres y Roxanne Dávila rescataran esta obra del olvido, la colocaran con pilar del género de la novela negra y resaltaran su importancia dentro de la literatura hispanoamericana debido a las múltiples interpretaciones que genera (Enciclopedia de la Literatura en México).

Ilán Stavans puntualizó:

«Ensayo de un crimen es un primor -la semilla irrebatible de las letras policiales que florecieron medio siglo después en América Latina. La inspiración para la novela le viene a Usigli del Dostoievski de Crimen y castigo y de Thomas De Quincy, en especial Murder considered as one of the fine arts. La de Usigli es una divertida novela cuya trama e improbable y emblemático antihéroe deleitan a medio siglo de distancia» (De regreso al Ensayo de un crimen, Columbia University, Revista Iberoamericana, 1990.)

Amelia S. Simpson considera Ensayo de un crimen la primera novela mexicana del género detectivesco (Epílogo de Hiber Conteris al libro Antiheroes: México and its detective novel, 1997).

El escritor Enrique Serna detalló:

«Ensayo de un crimen es una historia sutil y compleja… una novela sugestiva y rica en ambigüedades, que gracias a la compleja personalidad del protagonista puede suscitar las más diversas lecturas… Con su gran estudio de la pequeñez humana, Usigli se adelantó a la Patricia Highsmith de Mar de fondo y planteó el conflicto del asesino que se frustra por falta de reconocimiento social, desarrollado por Highsmith en el delicioso cuento La corbata de Woodrow Wilson. Que el protagonista de Ensayo de un crimen sea un esteta obsesionado con la idea del crimen artístico es sólo una máscara que utiliza para ocultar su incapacidad de vivir, estrechamente vinculada con su incapacidad de matar. La novela insinúa que su compulsión homicida nace del temor a la entrega amorosa. Esto es muy claro en los capítulos donde se propone matar a un conde para escapar de dos mujeres que le gustan… El cineasta Luis Buñuel escogió el argumento y filmó la película bajo el sistema de cooperativa, sin presiones de ningún productor. Como las obras de Galdós que más tarde llevó a la pantalla, la novela de Usigli fue un detonante para la imaginación de Buñuel, el manantial de agua sulfurosa donde abrevó para crear imágenes perturbadoras y situaciones insólitas. Ese manantial sigue vivo y bullente para cualquier lector mexicano o extranjero que abra la novela con la mente desprejuiciada, sin anteponer al texto su recuerdo del film» (Los frutos del divorcio, La Jornada Semanal, 15 marzo 1998).

A propósito de las diversas y posibles lecturas, Roxanne Dávila, de la Universidad Brandeis, aborda la novela desde un enfoque particular:

«En Ensayo de un crimen, los viajes metropolitanos y la construcción de imaginarios urbanos asumen una importancia central. Esta novela presenta a la Ciudad de México (en plena transformación) como un espacio simbólico que inspira los anhelos delincuenciales de su protagonista, cuya meta es ejercer un poder autoritario, hecho que lo convierte en una metáfora para la ideología fascista del momento. A través de su deseo de cometer el crimen perfecto, el protagonista lucha por la purificación de la ciudad y busca afirmar su identidad decimonónica de flaneur (ese personaje vanidoso y arrogante; de vestir elegante, que presta atención a todos los detalles de la moda; que al pasear por los boulevares, parques y plazas de la metrópoli lee y descifra sus signos para construir una subjetividad de la modernidad esencialmente solitaria y elitista)… Roberto de la Cruz pasa sus días navegando la ciudad, observando a la gente y leyendo el texto de la urbe; es un flaneur que busca eliminar las figuras marginales que invaden su imaginario urbano y amenazan su identidad, son esos falsos aristócratas que le desagradan por darle la impresión de «estar absurdamente de más en el mundo»… Y como la identidad del flaneur pierde su importancia cuando no se identifica con la ciudad que lo rodea (señala Priscilla Parkhurst Ferguson), de ahí surge la decisión del protagonista de tomar una posición agresiva y destructora frente a esta nueva ciudad «cosmopolita», afirmando violentamente su autoridad y su identidad… El crimen le permitirá pasar de flaneur al borde de la extinción a ser públicamente reconocido como un dandy asesino» (Escribiendo la ciudad: entre el flaneur y el criminal en Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, 2002).

Y en efecto, esa ciudad que observaba Roberto de la Cruz se desvaneció en un instante. De acuerdo con el retrato urbano de esta novela, en 1944 la Ciudad de México aún era pequeña y resultaba placentero caminarla; se consideraban «fuera de la ciudad» los barrios de la Lagunilla y Peralvillo, así como las Lomas de Chapultepec, Guadalupe Inn e incluso la colonia Roma; Chivatito todavía era un rancho…

Años después desaparecerían las tiendas de antigüedades ubicadas en Bolívar, en avenida Juárez; los bares Manolo, Mac’s Place, Ritz; los restaurantes Henri, Chapultepec, Gallia, El Oriental, el «123» de la calle Liverpool con su acordeonista húngaro, Los Cocoteros, Tampico, la Terraza Azul y el Tap Room del Hotel Reforma, el del hotel Ritz; las cafeterías Lady Baltimore, Swástika, París-Express, Café Viena; los centros nocturnos Grillón, El Patio; hasta los caldos de Indianilla, para los trasnochados, y los salones de baile populares como El Club de los Locos (donde no entraban mujeres) y el famoso Leda. Sólo sobrevivieron el Sanborns de Madero y el Café Tacuba.

De perfil

Rodolfo Usigli fue un prolífico ensayista, dramaturgo, poeta, narrador, traductor y diplomático mexicano. Estudió en la Escuela de Arte Dramático de la Universidad de Yale y durante 14 años impartió clases en la UNAM, donde además fungió como director de Cursos de Teatro. Fue uno de los fundadores de lo que hoy es la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro. Su Itinerario del autor dramático fue el primer tratado sobre dramaturgia escrito por un autor hispanoamericano.

Usigli es uno de los artífices del teatro mexicano moderno. Entre sus 39 obras destaca El gesticulador (1938). En ésta, tras ser confundido con un popular líder de la Revolución Mexicana, un maestro decide tomar esa personalidad para exigir que se cumplan los postulados olvidados de esa gesta armada, con resultados trágicos. La aguda crítica propició que la obra fuera censurada luego de su primera representación, en 1947, bajo el gobierno de Miguel Alemán, paradójicamente apodado «El cachorro de la Revolución». Con el tiempo, la obra adquirió mayor trascendencia por ser considerada un cuestionamiento a los conflictos de identidad del mexicano, que suele adoptar la personalidad de otros. «Ya no hay mentira. Ahora siento como si fuera otro», dirá el personaje en un desdoblamiento en el que termina por creerse su propio engaño.

Usigli fue contemporáneo de los Contemporáneos, aunque nunca fue aceptado como miembro de ese grupo de artistas y escritores cosmopolitas.

Más aún, Carlos Monsiváis cuestionó que por muchos años se presentara a Usigli como «el principal dramaturgo mexicano»; de hecho, lo describió como «imitador perseverante de George Bernard Shaw» y afirmó que con el tiempo su producción fue incapaz de sostener su desafiante subtítulo de obras «de ideas» (Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX, Historia general de México, Colegio de México, 2009.)

Por su parte, Enrique Anderson Imbert resumió las obras de Usigli como comedias de costumbres, sátiras sociales y políticas, y dramas psicológicos; señaló que el autor solía recurrir a procedimientos y temas del siglo XIX (curiosamente, ese hábito le quedó bien al personaje de Ensayo de un crimen, un individuo de maneras finas pero de gustos y pensamientos decimonónicos). (Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo II, FCE, 1977.)

Rodolfo Usigli recibió los premios América (1970) y el Nacional de Letras (1972).

[ Gerardo Moncada ]

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