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Nueva burguesía, de Mariano Azuela

Con una despectiva crítica a las clases populares, Azuela ejemplifica -de manera involuntaria- el clasismo en México, un problema profundamente arraigado en este país y que resurgiría con ferocidad en la primera mitad del siglo 21.

Tras la violenta sacudida ocasionada por la Revolución Mexicana, la élite porfirista tuvo la esperanza de recuperar su posición conforme se fuera apaciguando el levantamiento armado. Pero no fue así, al menos no para todos. La insurrección modificó sustancialmente la estructura social y la pacificación exigió cumplir –al menos en parte- las demandas sociales de justicia. Cada acción tomada en este sentido desató la furia conservadora. Es natural que el gobierno que más actuó en este sentido, el de Lázaro Cárdenas, fuera el más repudiado por la reacción. Y no es casual que contra ese gobierno, y las clases populares, se enfocara Mariano Azuela en su novela Nueva burguesía, publicada en 1941.

A decir de Azuela, el cardenismo estableció un sistema sustentado en el engaño, la manipulación ideológica y la intimidación. Según el autor, con ese gobierno se agravó la miseria en el campo (a pesar de ser el que más tierras restituyó a los campesinos) y se manipuló a los obreros (pese a la multiplicación de gremios laborales y sindicatos). Bajo su óptica, únicamente los más taimados apoyaban al gobierno porque ambicionaban “vivir sin trabajar”.

En 1915 Azuela se preguntaba: ¿para qué la revolución? ¿para corromper, masacrar y hundir más a los de abajo, mientras una nueva e igualmente opresora generación de los de arriba se disputa el botín del país? En 1941 da por sentado que eso ha ocurrido.

En Nueva burguesía, el escritor busca elaborar un retrato crítico del México de 1939. Elige un entorno popular (una vecindad capitalina) para ejemplificar la degradación moral, económica y política del país. Sin embargo, no logra recuperar la agudeza testimonial y realista que 25 años antes había alcanzado con Los de abajo; en Nueva burguesía, el resultado es una sucesión de minuciosas descripciones que dan forma a un melodrama inconsistente y tremendista. Y no es sólo el tema o el enfoque, es también el estilo. En una época de profundos cambios en la literatura, que el propio Azuela había explorado en algunas de sus novelas, decide volver a una narrativa costumbrista, decimonónica, a la que le sobran diálogos insustanciales y ni siquiera (por pudor o desconocimiento) se atreve a reproducir plenamente el habla popular.

Para Enrique Anderson Imbert, “lo de Azuela era la crónica, la crítica social. Como novelista acertó más en el negativo registro de errores, crímenes, corruptelas, traiciones; las lacras sociales que quedaron a pesar de la Revolución o que salieron a causa de ella. Comprendió menos los esfuerzos de regeneración nacional. Sus novelas nacieron del fondo moralista que había en Azuela” (Historia de la literatura hispanoamericana, FCE, 1987).

Ya en Los de abajo José Joaquín Blanco señalaba el conflicto entre el tema (revolución de masas) y el método narrativo (héroe individual en defensa de la familia, la propiedad, el honor). Esa incongruencia se agudiza en Nueva burguesía: la nueva realidad es juzgada con parámetros antiguos; es el siglo XX visto con ojos del siglo XIX. “En casi todas las novelas de Azuela que tratan de tiempos de paz, cuando la propiedad se pierde o el hogar se deshace, sus protagonistas viven el ‘infierno’ de andar fuera de sus raíces familiares, y con ello vienen crímenes, robos, vicios, catástrofes… Es la vida fuera del orden, donde se enloquece, se pierden los valores y los principios, se degeneran las sensaciones… Es la vida promiscua en trenes, vecindades y mítines, y sobre todo la corruptora modernidad de la ciudad de México” (La paja en el ojo, Universidad Autónoma de Puebla, 1980).

TESTIGO DISTANTE

A principios del siglo XX, un sector de la burguesía y los grupos más radicales de la clase media reclamaban movilidad en todos los campos. Con cierta timidez cuestionaban el arte y el positivismo; aparecieron algunas novelas críticas, como Los fracasados (1908) y Mala yerba (1909), ambas de Mariano Azuela. Pero lo que vino con la Revolución alarmó a todos y rebasó su capacidad de entendimiento durante el levantamiento armado, y aun después.

Sexos, edades, fisonomías, clases, todo se fundió en una masa movediza e informe, algo como una monstruosa gusanera…

En Nueva burguesía, Azuela no siente ninguna empatía con sus personajes, quizá por eso no profundiza en ellos. Se mantiene a tal distancia que ni siquiera da cuenta del uso cotidiano del refranero popular (mucho menos del caló usado en barrios bajos); tampoco registra la ingeniosa picardía de la gente humilde (aspecto presente en la literatura occidental desde la Edad Media). En esta novela no hay cabida para la solidaridad o el humor (ni todo aquello que retrataría con profunda simpatía, a partir de 1948, Gabriel Vargas en La familia Burrón, o que recogería Armando Jiménez en su célebre Picardía mexicana). De hecho, el sarcasmo del título “nueva burguesía” entraña un profundo desprecio a esa masa esperpéntica cuyo único sueño es imitar en forma patética (como los “fifí de barrio”) a quienes antaño ocupaban el poder.

En esa masa urbana, Azuela distingue obreros, sindicalistas, secretarias, costureras, vendedoras de comida, ferrocarrileros, el panadero, el zapatero remendón, el linotipista, el abonero, el agente de publicaciones; hijos e hijas ociosos que ya mayores siguen dependiendo de la economía familiar; infantes sucios y desarrapados que deambulan por casas y patios.

Azuela convalida el estereotipo de una multitud hacinada en vecindades malolientes e insalubres, ubicadas en calles saturadas por puestos de comida repulsiva y pestilente; calles que conforman barrios de mala muerte, en la decadente metrópoli de un país en descomposición. La vida de estos personajes transcurre entre arrebatos, instintos básicos y ambiciones oscuras. Lo único que se salva es la muy escasa gente que conserva su dignidad (porque se opone al gobierno de Lázaro Cárdenas), las “familias distinguidas” y aquellos que permanecen en su lugar de origen, a salvo de la decadencia urbana.

En esta novela no hay contrastes ni matices, pese al esporádico y superficial debate ideológico de sus personajes, todos ellos son desclasados que aspiran a ascender -como sea- en la escala social.

Azuela nunca aceptó ni intentó entender los cambios sociales profundos que provocó la Revolución Mexicana. Ni el arte se salva. Si la Revolución había sido en Los de abajo “hermosa aun en su barbarie”, el arte que alude a ese movimiento será de un simbolismo cruel, una “bestialidad casi sublime”. Su añoranza del pasado es permanente; su furia, amarga. En esta novela sólo hay un “revolucionario honesto”, un ex villista (como Azuela) que proclama: “Quiero ver si ahora, que lo están matando de hambre, el pueblo se resuelve a dejar de ser chinchorro [insecto parasitario] como se resolvió un día contra Porfirio Díaz”.

José Joaquín Blanco advierte: “Frente a la revolución, la cultura liberal –que en la mayoría de sus casos era racista, y sólo en los extremos de audacia conmiserativa- se quedaba corta. O se la aplastaba o se la corrompía. No había manera razonable de convivir con las masas que habían sido vistas por esa cultura como escenografía, bestias de trabajo o accidente orográfico”.

SUCIOS, FEOS Y MALOS

Azuela no duda en validar todos los prejuicios acerca de los sectores populares urbanos. Por principio, habitan en un entorno putrefacto.

Las molineras llevan túnicas de manta y una gorra blanca dejando escapar chorros de cabellos sucios con presunción de mucho bicho; los uniformes, pringados de masa en las caras y brazos prietos costrudos, dan náuseas… Aceras olorosas a cebollas, ajos y perejil…

Emmita estaba sentada en el patio entre perros flacos y hambrientos, y muchachos encuerados y ventrudos…

De la acera de enfrente llegó una bocanada de aire cálido y pestilente. Sobre la banqueta había montones de hortalizas descompuestas, fruta podrida y basura que oteaban perros escuálidos…

En esa inmundicia vive una población cuyo arreglo va del mal gusto a lo ridículo:

Don Roque venía de rigurosa etiqueta: overol azul de Prusia, recién estrenado; camisa negra de cuello levantado sobre la nuca, zapatos color café claro muy relumbrosos y un sobrero de copa picuda y alas muy cortas…

Se cruzó con algún fifí mostrenco… fifíes de chaqueta corta con pretensiones de ‘smoking’, pantalones faldas y la cabeza luciente a fuerza de brillantina…. Los fifíes de pomada no eran sino unos pobres diablos de chafiretes de la línea San Bartolo-Los Remedios, que manejaban unas carcachas cuyos motores eran lo único que servía…

El barniz de decencia que les daban sus trapos se resquebrajaba del todo, y se desnudaba el pelado con su insolencia, su resentimiento y su odio, la farsa de la confraternidad pregonada a los cuatro vientos, y aparecía la fiera pronta a dar el zarpazo…

El estudioso J. S. Brushwood advierte esta constante en Azuela: “Visto desde fuera, el provinciano trasplantado [a una capital que crece rápidamente] manifiesta desorientación, es patético y ridículo” (México en su novela, FCE, 1987).

La gente con belleza física es de ciudades de provincia; la fealdad corresponde a personas del campo o de estratos bajos. La esposa de un rico algodonero es “morena, de labios encendidos”; las mujeres del pueblo son “prietas”. Azuela, escritor de rudos rasgos campiranos, se convierte en implacable juez de la belleza:

Emmita, de piernas cascorvas y fusiformes… pantorrillas abotijadas, caderas indefinidamente incipientes, enormes pies planos… de crespa cabellera… con un par de clavículas que serpenteaban en un cuello de viejo zopilote bajo una piel áspera y prieta, rebelde a todos los afeites…

Gracia Escamilla, escotada hasta la cintura, mostraba espaldas y pechos prietos, atrozmente empolvados…

Asimismo, las diversiones populares le resultan pavorosas al escritor:

El baile estaba en su apogeo. Gritaban las muchachas como si les hicieran cosquillas, rebuznaban los saxófonos, los músicos hacían ridículas piruetas mezclándose con la concurrencia. Rostros prietos y húmedos su juntaban con otros empastelados de colorete, había ojos agrandados de aves nocturnas, otros quemándose, todo en un ambiente de lujuria al rojo blanco…

Azuela es categórico: en las clases populares domina la hipocresía, el engaño, el interés material, la traición; es gente del campo que abandona sus buenas costumbres y se vuelve taimada.

El nombre de la persona no le interesa a nadie; se inquiere por su capital, por el puesto que desempeña o por el dinero que puede gastar… Maquinista de pasajeros. O lo que es lo mismo -pensó Rosita- más de mil pesos mensuales. Y con cinismo admirable trocó el brazo de Chabelón por el del maquinista…

Benito detestaba (en secreto) a sus patrones y los adulaba servilmente a ojos vistas. Mordido por la miseria, azuzado por el resentimiento, se afilió al partido comunista y se entusiasmó por él cuando vislumbró que no carecía de facultades de líder y de que podría ocupar un sitio privilegiado en una ‘sociedad sin clases’… En la suntuosa residencia de don Alfonso, Benito limó sus maneras y lenguaje, imitando cuanto le parecía necesario para adquirir el porte de hombre educado…

Para Azuela, el motor de esa clase emergente es el oportunismo. “Con aversión, con ese odio que degrada con frecuencia a sus personajes y los reduce a la caricatura, él lo capta literariamente: el conjunto de poses y posiciones que sintetizan a la truhanería pequeñoburguesa”, refiere Carlos Monsiváis (Historia general de México, “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, El Colegio de México, 2000).

Por su parte, J. S. Brushwood apunta: “El conservadurismo se hizo cada vez más patente en las últimas novelas de Azuela. La opinión que le merece la nueva clase media se lee, como en ninguna otra parte, en Nueva burguesía, donde cambió el blanco de su ataque, y puso al pueblo en lugar de los dirigentes. Este pueblo de los humildes que, después de la Revolución, se encontraron en circunstancias económicas que les permitieron gozar de cosas materiales en las cuales antes ni siquiera soñaban”.

Y añade: “Tal y como el movimiento de la Revolución había producido resultados políticos que desagradaron a Azuela, así los cambiantes valores de la gente provocaron su ira. A veces da la impresión de que deseó una Revolución sin cambio. No cabe duda de que deseaba justicia social para el humilde. Pero al escribir Nueva burguesía descubrió que los humildes no se habían quedado en sus lugares. Habían conocido las alegrías materiales del mundo y se habían lanzado a conseguirlas. Azuela los descubrió viviendo en un mundo de salones de belleza, cines y automóviles de segunda mano. Y el interés en estas cosas materiales cambió las relaciones para mal de todos. Su consejo es clásicamente reaccionario: deberían regresar, física y psicológicamente, a su punto de origen. Esa era su fórmula de la felicidad… A partir de 1941, todas las novelas de Azuela se levantan sobre el concepto reaccionario de la regresión”.

GOBIERNO LADRÓN

Para Azuela, asistir a una manifestación contra el gobierno de Lázaro Cárdenas era una expresión ciudadana auténtica, un “acto espontáneo del pueblo” cansado de “tanto idiota y canalla que se ha apoderado de nuestro país”. Afirma que los sectores populares eran opositores al cardenismo y eso se apreciaba hasta en las cantinas:

La polka El Barrilito, en aquellos días himno de los políticos oposicionistas, fue acogida con una tempestad de vítores y aplausos…

Por su parte, el Gobierno, que según Azuela sólo recibía críticas (“ladrones y asesinos”), organizaba desfiles “para demostrarse su popularidad”, obligando a participar a sus empleados, a los obreros sindicalizados y a campesinos, conformando una “manifestación del hambre”:

La indiada seguía bajando de jaulas de ganado, vestidos de manta, neja, sombreros de sollate deshojándose de puro viejos, de huaraches o descalzos. De tramo en tramo un jayán, de pantalón de casimir, sombrero de lana, pistola al cinto, el ojo bovino y larga jeta colgando, conducía a la manada… Hormigueaba la multitud haraposa y famélica, acarreada de los estados de México, Hidalgo, Tlaxcala y Morelos, a falta de concurrentes de la capital.
-Traen estas manadas mitad gentes, mitad brutos, para atemorizar a los que piensan con la cabeza –dijo un curioso-…

Y es que, según Azuela, todas las acciones del gobierno de Cárdenas eran repudiadas por la población, que no veía con buenos ojos ni el reparto agrario (el mayor de los gobiernos revolucionarios) ni la expropiación petrolera, de la cual se burlaba:

Comentaban la carestía de la vida “no obstante lo ricos que somos desde que es nuestro el petróleo”…

Es, según los personajes de Azuela, un Gobierno que intimida y se impone “a punta de balazos”, en el que todos los funcionarios son corruptos.

Señalaba parejas de elegantes que salían del Casino de la Selva bamboléandose de borrachos. “Son iguales a nosotros, pero como están en el gobierno tienen de dónde robar”…

Un gobierno que impulsa una ideología reprobable:

Se enfangaron en la cuestión político-social… nuestra conciencia de clase, las necesidades del conglomerado, la incondicional sumisión de las minorías… El tema es inagotable, aunque se concreta en tres palabras: ganar sin trabajar. Pero tres palabras de fuerza tan maravillosa que han logrado desalojar todas las promesas de gloria celestial…

DEL CAMPO A LA CIUDAD

Al incorporarse a la lucha revolucionaria, las masas conocieron regiones que ni siquiera imaginaban, lo cual abrió sus horizontes. Asimismo, la quiebra del modelo de peones acasillados en haciendas, de esclavos en Valle Nacional y de la leva obligatoria, les amplió las posibilidades de migrar en busca de nuevas oportunidades. El México posrevolucionario vivió una intensa migración del campo a las ciudades, de ciudades pequeñas hacia las capitales estatales y de ahí a la Ciudad de México “con su cielo siempre turbio de humo y de polvo, oloroso a petróleo y aceite quemados”.

La vetusta casa eran restos de una gran residencia, bárbaramente reparada por las sucesivas hordas revolucionarias. Convertida al fin en vecindad… Las Escamilla servían como criadas en un pueblo del Estado de México, antes de venirse a México…

Esos grupos que se desplazan a la urbe abandonan antiguos hábitos y adoptan nuevos, lo cual es censurado por Azuela (que no pierde la oportunidad de ironizar que Lázaro Cárdenas llamara Cuauhtémoc a su único hijo):

Con razones irrecusables demostraron a su hermano Benito que el nombre tiene una influencia decisiva en la vida y que, por tanto, debería llamarse Cuauhtémoc, así como ellas ya no se llamaban lo mismo: Panta era ahora Tórtola; Torcuata, Evangelina; Rosalía, Libertad; y Nicasia, Gracia. El carretero evolucionado a chofer admiró los progresos espirituales de sus hermanas y, encontrando sabio y pertinente su consejo, desde luego lo aceptó…

Es claro que en Los de abajo ya se aprecia el escozor que producía a Azuela la estridente irrupción de las masas en la vida pública. Esa aversión se intensificaría con los años, con la invasión de espacios que solían ocupar sólo familias “distinguidas”.

Como fuera imposible hacer caber a una multitud de campesinos en los coches de segunda clase, los empleados del ferrocarril, según revolucionaria costumbre, los metieron en los coches de primera hasta no dejar uno solo en el andén… La astrosa multitud se acomodó entre los pies mismos de los pasajeros, en los pasillos y hasta en el mismo water closet…

“A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la oposición más celebrada por la mitología cultural es la que se produce entre el campo (la vida provinciana) y la ciudad. La ciudad es el sitio de la perdición, de la destrucción de los valores, de la inmoralidad. En la provincia se resguardan las lealtades esenciales”, escribe Carlos Monsiváis.

-Las Amézquita están muy alzadas –dijo un paisano que las visitó en la capital-. Pero la verdad es que están ricas: el dinero se les ve, se les siente, se les huele…

Si bien las transformaciones derivadas del levantamiento revolucionario conducirían a una nueva estabilidad, bajo nuevas reglas, y a la conformación de una clase media, para Azuela la movilidad social sólo ocasionaba caos y degradación.

Zeta López se sentía feliz al recobrar su sentido primitivo de la vida…

Sin profundizar, Azuela descalifica los argumentos políticos o teóricos que respaldan los cambios sociales:

-Marx, El capital. ¿Tú entiendes eso? ¡Palabra que cuantas veces me he propuesto leerlo se me cae de las manos de puro aburrido! -dijo el fogonero Pedroza.
-¡Mal haya si yo le entiendo algo a ese tío! –dijo a su vez otro viejo ferroviario-. Ni creo que nadie lo entienda, porque es horriblemente confuso…

Azuela se muestra como un escritor que nunca se resignó a la desaparición de la vida decimonónica, por lo que cada vez entendió menos los cambios que trajo el siglo XX. Así, se erigió en vocero de una clase crepuscular.

“Acaso el mayor reproche que se le puede hacer a la obra de Azuela sea la de constituir un voyeurismo regañón en los mundos del desorden”, admite José Joaquín Blanco.

UN TESTIMONIO

Azuela refiere que las Escamilla llegaron de un pueblo del Estado de México y “se instalaron en una sucia vecindad de Atlampa, entre gente del hampa”. Posteriormente se cambiaron a “una gran vecindad de la calzada de Nonoalco, por Santa María la Ribera”, que es la que describe a detalle en esta novela.

“Así no eran esas vecindades; eso sólo se veía en las películas. Sí era un rumbo popular, pero muy variado, no sólo como lo describe Azuela”, dice María de la Ángeles Martínez Aguiñaga, que nació en 1936 en una vecindad de El Olivo, cerca de Nonoalco, en un costado de la colonia Santa María la Ribera. Además, durante su infancia frecuentó otras vecindades del rumbo, donde vivían familiares suyos.

“En cada vecindad había una fila de casas a los costados de un patio ancho y largo. A veces el propietario vivía en la misma vecindad. Cada casa tenía sala-comedor, dos recámaras, cocina y baño. Por lo general eran ocupadas por familias. Sí había gente que llegaba de provincia (yo tenía tíos en el Estado de México y en Hidalgo), pero los niños no andaban desarrapados y sucios en los patios ni las casas eran convertidas en talleres domésticos o fondas clandestinas… Quizá eso se viera en la colonia Atlampa, adelante de Nonoalco, donde sí había zonas peligrosas, pero no en esta parte de Santa María la Ribera.

“También en los límites de la colonia Guerrero, cerca del salón Los Ángeles, había vecindades largas con muchos departamentos pequeños (como los que construyen ahora).

“De mi infancia recuerdo que en las tardes mi hermano mayor y sus amigos se ponían a tocar instrumentos y a cantar, no con gritos destemplados y desafinados como refiere Azuela; ellos lo hacían muy bien (tanto que mi hermano Jesús llegó a ser músico de Moscovita y sus guajiros, y once años tocó en el salón Belvedere del hotel Continental con Pepe Arévalo y sus mulatos).

“Sí había personas, no muchas, que trabajaban para Ferrocarriles Nacionales. Era el caso de uno de mis tíos, que incluso compró una casa en la colonia Prohogar (más al norte), pero no quería dejar la vecindad porque le parecía que estaría lejos de su trabajo.

“Ya para 1953, antes de casarme, mi suegra le pedía a mi prometido que no me visitara en mi casa pues ‘era el rumbo de Nonoalco y ahí estaba muy feo y asaltaban’, decía ella. Esa era la idea que tenía la gente que realmente no conocía ese rumbo”.

LIBERAL OBCECADO

Mariano Azuela nació en Lagos de Moreno, Jalisco, el 1 de enero de 1873.

Se graduó como médico en 1899, aunque desde joven había comenzado a escribir literatura. Participó brevemente en la Revolución Mexicana, como encargado político regional con Madero y en las fuerzas villistas de Julián Medina. En esta última vivencia basó su célebre novela Los de abajo (1915, reelaborada en 1920).

Ejerció en paralelo la medicina y la literatura, aunque se le recuerda más como novelista por su prolífica producción. Se le considera uno de los creadores de la novela de la Revolución Mexicana. También se le atribuye el mérito de ser el único prosista mexicano que experimentó con el arte vanguardista antes de 1925, tarea en la que destacó La luciérnaga (1932).

Sus críticas al levantamiento armado y a los gobiernos surgidos de la Revolución le trajeron el señalamiento de ser reaccionario.

El crítico Emmanuel Carballo rechazaba tal afirmación: “A su manera, Azuela no deja de ser un revolucionario en la medida que es librepensador, liberal, enemigo de los caciques, fiscal insobornable que condena la inmoralidad administrativa, la carencia de libertades ciudadanas, el transformismo vulgar y el equilibrio pragmático de los políticos… Su conducta desconoce las sinuosidades acomodaticias que tanto le repugnaban. Conductas como la suya sólo se encuentran en la geometría (ferozmente rectilínea) o en las inflexibles familias provincianas de la segunda mitad del siglo XIX” (Notas de un francotirador, Instituto de Cultura de Tabasco, 1990).

Por su parte, José Joaquín Blanco aprecia virtudes en las novelas críticas a la Revolución: “En Nueva burguesía, Azuela irá más allá de lo logrado en Los de abajo, al suprimir el recurso del protagonista estructurador de la novela, y acrecentar la presencia disgregada y centrífuga de múltiples personajes, en un intento de novela de masas”.

En 1942, Mariano Azuela recibió el Premio de Literatura y en 1949 el Premio Nacional de Artes y Ciencias.

Murió en la Ciudad de México el 1 de marzo de 1952.

[ Gerardo Moncada ]

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