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Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro

Novela que ofrece múltiples ángulos de lectura, tan poliédrica como la personalidad de su autora.

Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua va al agua, así yo, melancólico, vengo a encontrarme en su imagen cubierta de polvo, rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su variado espejo. La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga […] Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme…

Así inicia Los recuerdos del porvenir, con una narrativa poderosa e intensa, cargada de misterio, rica en imágenes poéticas; una escritura que sin pedantería abre espacio a la reflexión existencial, pero que nunca se aleja del lenguaje y el sentimiento popular.

Los recuerdos del porvenir es una historia de rencores, traiciones y revanchas. Traiciones a los ideales de la Revolución Mexicana y a la posterior insurrección cristera. Rencores de jóvenes que no encuentran su lugar en la vida; de una clase pudiente que observa el derrumbe de su mundo y la pérdida de su posición privilegiada ante un mando militar que gobierna despóticamente en alianza con un cacique local; de una masa empobrecida que no ve cumplida la promesa revolucionaria. Revanchas de todos los inconformes cuyos distintos malestares convergerán en el alzamiento cristero.

Es la escena nacional de la década de 1920 condensada en un microcosmos árido: el pueblo guerrerense de Ixtepec, donde el tiempo parece haberse detenido y en los largos periodos de calma y sequía la gente se refugia en el recuerdo de lo vivido (e incluso de lo no vivido) y en la remembranza de las ilusiones que tuvo acerca del porvenir:

Isabel Moncada, sentada en el borde de la cama, andaba muy lejos de su cuarto caminando un porvenir que empezaba a dibujarse en su memoria… se dejaba llevar por sus pasos precisos a un futuro que recordaba con lucidez…

Desde esa noche, el porvenir de Martín Moncada se mezcló con un pasado no sucedido y la irrealidad de cada día…

Ana Moncada no podía explicarse el olor a nieve y a leña que flotaba a su alrededor. ¿Y si estuviera viviendo las horas de un futuro inventado?…

En las noches de la cárcel… Nicolás Moncada recordaba su futuro y su futuro era la muerte en un llano de Ixtepec…

El porvenir era la repetición del pasado…

Para Enrique Anderson Imbert, Los recuerdos del porvenir se inserta en esa nueva literatura de mediados del siglo XX caracterizada por “un acento casi trágico”, creada por jóvenes nacidos después de 1915 que viven preocupados por problemas morales ante el desplome de los valores. Señala que el superrealismo fue su punto de partida, que combinaron con filosofías existencialistas, con la intención de expresar “la verdad del ser”. Dentro de esta tendencia, “la intensidad poética, mágica, sorprende en la novela de Elena Garro, uno de los autores más originales de México” (Historia de la literatura hispanoamericana, FCE, 1977).

La gente deambulaba por la Plaza hechizada por el recuerdo olvidado de la fiesta; de ese olvido provenía la tristeza de esos días. “Algún día recordaremos, recordaremos”, se decía Martín Moncada con la seguridad de que el origen de la fiesta, como todos los gestos del hombre, existía intacto en el tiempo y que bastaba un esfuerzo, un querer ver, para leer en el tiempo la historia del tiempo…

Un campo de miserias

La novela se ubica en los años en que los sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles se suceden en la presidencia de México y distribuyen militares norteños de alto rango en diversas regiones para controlar el país; a fin de “restablecer la paz” tejen alianzas con caciques locales, en detrimento sobre todo de los sectores más pobres.

En aquel entonces empezaba una nueva calamidad política; las relaciones entre el Gobierno y la Iglesia se habían vuelto tirantes. Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras…

Es una época de “río revuelto”, donde la lealtad dominante es aquella que satisface el interés personal.

A los mestizos, el campo les producía miedo. Era su obra, la imagen de su pillaje, de su orden de terror. Habían establecido la violencia y se sentían en una tierra hostil, rodeados de fantasmas. “¡Ah, si pudiéramos exterminar a todos los indios!”… [Incluso entre ellos.] Cuando se reunían se miraban desconfiados, se sentían sin país y sin cultura, sosteniéndose de unas formas artificiales, alimentadas sólo por el dinero mal habido…

La cruda realidad es matizada, enmascarada, transfigurada gracias a una poderosa fantasía colectiva.

El crítico Emmanuel Carballo apunta: “Desde las primeras páginas de Los recuerdos del porvenir, el lector pierde su mundo razonable y se instala en un mundo en el que todo es posible por obra y gracia de la imaginación… Ordenado el mundo por la desdicha y el milagro, pasan a segundo término las relaciones sociales, la economía, la política y la religión, son el contexto que configura la atmósfera y sirve de telón de fondo a los personajes privilegiados a quienes el amor les da la ilusión, es decir la vida… Un peligro en el que numerosos novelistas naufragan, la prosa de aliento poético, lo salva la autora con limpieza y efectividad. La poesía en Los recuerdos del porvenir es dinámica, va más allá de las palabras, condiciona los actos y modifica a las personas” (Protagonistas de la literatura mexicana, SEP, 1986).

El deseo de ruptura

La vida en Ixtepec se apega a reglas paralizantes y en su atmósfera sólo se respiran los rastros de anhelos frustrados. Los personajes viven en un “hechizo quieto” en el que cada cual, a su manera, lucha por alcanzar un pedazo de su sueño o, al menos, por evadirse de la realidad.

Allí no corre el tiempo: el aire quedó inmóvil después de tantas lágrimas…

Es un pueblo anclado en un pasado asfixiante. Mientras los mayores maldicen a los “invasores” que dominan en el pueblo (fuereños a los que califican de “extranjeros”), los jóvenes desean que algo subvierta la rígida inmovilidad, la monótona cotidianidad, los tediosos roles, los implacables destinos.

”Un aerolito es la voluntad furiosa de la huida” se dijo, y recordó la extrañeza de esas moles apagadas, ardidas en su propia cólera y condenadas a una prisión más sombría de la que habían huido…

El escritor Jorge F. Hernández afirma: “El acertado título de Los recuerdos del porvenir parece jugar con multiplicidad anacrónica o la sincronía inexplicable de unos personajes que parecen fantasmas en medio de escenarios donde todo lo que piensan hacer mañana no son más que ecos de un ayer que los afecta a todos… La delicada prosa, la medición de sus metáforas y el sentido de la trama hacen de esta obra una de las más grandes novelas mexicanas” (El País, 15 octubre 2016).

La Revolución estalló una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros…

El narrador y los personajes

Una característica destacada de Los recuerdos del porvenir es el narrador, que por momentos es un “nosotros” que abarca a la población campesina, o una familia, o al sector pudiente de la localidad:

Todo había terminado de acuerdo con la voluntad de los extranjeros y nosotros no nos íbamos de la plaza. Seguíamos esperando… (el pueblo)

Derrumbados en las sillas, calcinados y sin esperanzas, aguardábamos… (los invitados a una fiesta)

Y en ocasiones el narrador es un “yo” que representa al pueblo físico, con sus casas y calles, o al valle con sus montañas. O es un “yo” que habla por el conjunto de los pobladores. O, como advierte Emmanuel Carballo, «el pueblo escoge y muestra algunas de las criaturas que lo habitaron en otro tiempo». Incluso, en esa transición, el narrador llega a ser una conciencia superior: el espíritu mismo de Ixtepec:

La vieja se puso de pie y cogió a Isabel del brazo… Desde aquí las veo… Me fueron rodeando, caminando por las faldas de los cerros que me guardan…

También yo me sorprendí del entusiasmo con que mi gente aceptó la idea de la fiesta para el general Francisco Rosas. ¡El hombre es voluble!… El miedo mágicamente disipado con la palabra fiesta se convirtió en un frenesí… Mis gentes preferían el camino brevísimo de las luces de Bengala y de sus lenguas surgía la palabra fiesta como un hermoso cohete…

¿Y si no llegaban los nuestros? ¿Y quiénes eran los nuestros si éramos unos huérfanos a quien nadie oía? Habíamos vivido tantos años en la espera que ya no teníamos otra memoria… Años van y años vienen y yo, Ixtepec, siempre esperando…

Por otro lado, la escritora perfila sus personajes no por sus características físicas sino a partir de sus actitudes, sus escuetos comentarios y la enorme carga de pensamientos y sentimientos no revelados.

Conchita contempló a Nicolás con admiración. “¡Qué dicha ser hombre y poder decir lo que se piensa!”, se dijo con melancolía…

La inocultable violencia

A la lucha revolucionaria, concluida en 1917, siguió una etapa de “pacificación” que, en el plano político, significó una implacable represión a quienes manifestaban su inconformidad. Elena Garro es directa al respecto.

Las dos mujeres se miraron. Había alguien que se llevaba a la gente, que la sacaba de su casa para esconderla en un lugar oscuro. “Se lo llevaron” era peor que morir…

Los pistoleros eran la nueva clase surgida del matrimonio de la Revolución traidora con el porfirismo. Enfundados en trajes caros de gabardina, con los ojos cubiertos por gafas oscuras y las cabezas protegidas por fieltros flexibles, ejercían el macabro trabajo de escamotear hombres y devolver cadáveres mutilados. A este acto de prestidigitación, los generales le llamaban “Hacer Patria” y los porfiristas “Justicia Divina”. Las dos expresiones significaban negocios sucios y despojos brutales…

En ese periodo, el ejercicio del poder se aplica sin miramientos para mantener las condiciones sociales de desigualdad e injusticia.

El camino que cruzaba la Sierra para llegar al mineral atravesaba ‘cuadrillas’ de campesinos devorados por el hambre y las fiebres malignas. Casi todos ellos se habían unido a la rebelión zapatista y después de unos breves años de lucha habían vuelto diezmados e igualmente pobres a ocupar su lugar en el pasado…

Esta desigualdad se reproduce en el plano ideológico con el áspero clasismo de los mestizos acomodados.

¡Qué diría mi pobre padre, que en paz descanse, si viera a esta indiada sublevada, él que fue siempre tan digno!… ¡Ah, si pudiéramos exterminar a todos los indios! ¡Son la vergüenza de México!… Félix, sentado en su escabel, los escuchaba impávido. “Para nosotros, los indios, es el tiempo infinito de callar”, y guardó sus palabras…

Elena Poniatowska apunta: “La cercanía de Garro con los campesinos es el fundamento de su mejor obra. Su preocupación es auténtica. Católica, lucha contra el mal que se les inflige a los más pobres, le indigna el despojo de que son víctimas. Al defenderlos escribe sus mejores páginas y hace gran literatura” (La Jornada Semanal, 17 septiembre 2006).

Esa defensa toma forma de revancha en esta novela al plantear, con ‘justicia poética’, que el uso despótico del poder tiende a revertirse contra quienes lo ejercen.

En la esfera doméstica, donde las mujeres y los hijos deben guardar silencio, donde las esposas viven aletargadas en espera de poder “gozar de la decencia de quedarse viudas” y ni siquiera vale la pena esforzarse por entender a los hijos porque “son otras personas”; aun en ese ámbito que reproduce las pautas de la sociedad patriarcal, los hombres que ejercen el poder también arrastran sus propios tormentos: “¡Yo no quepo en este cuerpo!”, exclama Nicolás.

Don Martín intentó rezar y se encontró solo e impotente para conjurar las tinieblas que lo amenazaban…

Es el mismo destino que enfrentará una mujer con enorme poder: Julia, la mujer del general Francisco Rosas.

El tema es trascendente. Para el estudioso John S. Brushwood, “la violencia de la novela traza una estrechísima línea divisoria entre la vida y la muerte. Al aceptar la realidad de la imaginación, Garro nos comunica una apreciación trascendente de la circunstancia. Para hacerlo, se vale de diversos recursos que podríamos calificar de ‘realismo mágico’. En realidad, son únicamente casos de inventiva novelística que utiliza sin vacilación” (México en su novela, FCE, 1987).

Desaliento existencial

Hay un destino trágico que los principales personajes de esta novela no pueden evitar; más aún, lo buscan y se precipitan hacia él, siguiendo la vaga idea de un futuro predeterminado que creen recordar.

Luisa aceptaría siempre la abyección en la que había caído. “Nadie cae; este presente es mi pasado y mi futuro; es yo misma; soy siempre el mismo instante”…

Los personajes perciben que es inútil pretender modificar su vida.

¿De dónde llegan las fechas y a dónde van? Viajan un año entero y con la precisión de una saeta se clavan en el día señalado, nos muestran un pasado, presente en el espacio, nos deslumbran y se apagan. Se levantan puntuales de un tiempo invisible y en un instante recuperamos el fragmento de un gesto, la torre de una ciudad olvidada, las frases de los héroes disecadas en los libros o el asombro de la mañana del bautizo cuando nos dieron nombre…

Aunque los militares ejercen el poder, son seres desarraigados, frustrados, furiosos y, en silencio, atormentados.

El general se sintió aliviado. “Nada son cuatro letras que significan nada”, y la nada era estar fuera de ese cuarto, de esa vida, era no volver a caminar el mismo día durante tantos años: el sosiego…

John S. Brushwood acota: “La cuestión planteada no es qué ocurrirá en un pueblo mexicano, sino si la condición humana puede considerarse más como vida que como muerte. Si la vida es la realidad de la realización de sí mismo, entonces nada es real en Ixtepec, ni hay nada que prometa realidad en el futuro. La vida es más muerte que vida y no hace sino repetirse a sí misma por toda la eternidad…” (México en su novela).

Una generación sucede a la otra, y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que era posible soñar y dibujar el mundo a su manera… Durante unos segundos vuelven a las horas que guardan su infancia y el olor de las hierbas, pero ya es tarde y tienen que decir adiós y descubren que en un rincón está su vida esperándoles…

Lo real maravilloso

Al unir magia y poesía, Elena Garro crea una nueva realidad que es plenamente aceptada porque compagina con la imaginación con que los pueblos latinoamericanos construyen su memoria, ese corpus donde conviven lo insólito, lo trascendente, lo coloquial y lo fantástico.

El tiempo se detuvo en seco. No sé si se detuvo o si se fue y sólo cayó el sueño: un sueño que no me había visitado nunca. También llegó el silencio total. No se oía siquiera el pulso de mis gentes. En verdad no sé lo que pasó. Quedé afuera del tiempo, suspendido en un lugar sin viento, sin murmullos, sin ruido de hojas ni suspiros…

Emmanuel Carballo escribió: “Imaginativa, de una inteligencia poco común, Elena Garro es también una de las mujeres más intrigantes y perversas que conozco (entendida la perversidad como una de las bellas artes). En las letras se sitúa como una escritora original e independiente. Si llega tardíamente al público lector, a los 38 años, llega dueña de un oficio, de un lenguaje poético y eficaz, de una sabiduría burlona con los cuales construye sus obras. Ve a sus personajes y al mundo en que éstos se mueven con ojos mexicanos desprovistos de prejuicios nacionalistas… Es realista, pero su realismo va más allá de la descripción de las costumbres y el análisis psicológico de los personajes. El suyo es un realismo mágico, próximo al cuento de hadas y la narración terrorífica. Un realismo que anula tiempo y espacio, que salta de la lógica al absurdo, de la vigilia al sueño pasando por la ensoñación. Mira al hombre y al mundo con la experiencia del adulto y la inocencia del niño… Con Los recuerdos del porvenir, Elena Garro se coloca entre nuestros grandes escritores. Ha creado un mundo nuevo en las letras mexicanas” (Protagonistas de la literatura mexicana).

Un arriero entró al pueblo. Contó que en el campo ya estaba amaneciendo y se asustó al ver que sólo en Ixtepec seguía la noche…

Los recuerdos del porvenir es una historia áspera escrita con prosa delicada. Su desenlace es poliédrico: se construye con el punto de vista de varios personajes y el delirio colectivo.

Poniatowska recuerda que Garro decía: “Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico; en Los recuerdos del porvenir narro hechos en los que no participé, porque era muy niña, pero sí viví. Como creo firmemente que lo que no es vivencia es academia, tengo que escribir sobre mí misma”. Y añade: Garro decía cosas muy buenas, como “Me ha interesado sobre todo tratar el tema del tiempo porque creo que hay una diferencia entre el tiempo occidental que trajeron los españoles y el tiempo que existía en el mundo antiguo mexicano” (La Jornada Semanal).

Los recuerdos de Los recuerdos

El manuscrito de esta novela enfrentó el fuego, así como múltiples circunstancias adversas que se extendieron más allá de su tardía publicación.

Elena Garro relató a Emmanuel Carballo: “En 1953, estando enferma en Berna y después de un estruendoso tratamiento de cortisona escribí Los recuerdos del porvenir como un homenaje a Iguala, a mi infancia y aquellos personajes a los que admiré tanto y a los que tantas jugarretas hice. Guardé la novela… En 1960, Estrellita mi hermana recogió un baúl en el hotel Middletown de Nueva York, en el que había abandonado Los recuerdos, y me lo trajo a Francia. La novela estaba medio quemada. Yo la puse en la estufa en México y Helenita y mi sobrino Paco la sacaron del fuego. De manera que tuve que remendarla” (carta desde Madrid, 29 marzo 1980).

Su hija, Helena Paz Garro, haría una acotación al periodista Carlos Landeros: “Me acuerdo que cuando era niña mi mamá escribía algo y mi papá [Octavio Paz] se ponía a llorar, así con lágrimas, y decía: ‘¡Ay, Helencito!, tú tienes más talento que yo, ¡quémalo, por favor!’… El manuscrito de Los recuerdos del porvenir lo tuvimos que rescatar de las llamas mi primo Paco y yo, porque mi mamá agarró el manuscrito y lo puso en la estufa para darle gusto al poeta; entonces nos precipitamos hacia las llamas y mi primo tuvo que sujetar a mi mamá con una llave de karate para que se estuviera quieta, y así logramos rescatar la novela. Mi mamá decía: ‘No, déjalos que se quemen porque a tu papá no lo quiero perder’, ya en plan de típica esposa mexicana” (Los narcisos, Ed. Oasis, 1983).

Una década después, en 1963, sería el propio Octavio Paz quien convencería a la editorial Joaquín Mortiz de publicar la novela. “Nadie la quería. He perdido muchos manuscritos pues nadie los quiere. Tengo la impresión de que escribo para nadie”, comentaría Garro a Carballo.

Aunque esta obra ganó el Premio Xavier Villaurrutia, la crítica mantuvo un extraño silencio que se extendió por años.

En 1980, Elena Garro dice a Emmanuel Carballo: “¿Crees que he olvidado tu crítica a Los recuerdos del porvenir? Fuiste el único intelectual mexicano que se dignó escribir sobre mi novela”.

Serían las nuevas generaciones las que redescubrirían la obra de Elena Garro. Hacia el final del siglo XX, en Europa se consideraba a Los recuerdos del porvenir entre las mejores novelas escritas en América Latina mientras en toda Hispanoamérica surgía un vigoroso interés de académicos y lectores por la figura de esta escritora y por su obra.

Gregoria se acomodó junto a Isabel y lloró con la dulzura de los que conocen la desdicha y la aceptan…

De perfil

Por décadas, se escribió mucho menos de la obra literaria de Elena Garro que de su vida pública y de su matrimonio con Octavio Paz (que duró de 1937 a 1959). Y es que su vida personal fue tan fascinante como su literatura.

Novelista, dramaturga, cuentista, poeta y periodista, Elena Delfina Garro Navarro nació en Puebla el 11 de diciembre de 1916.

En una espléndida carta a Emmanuel Carballo, la escritora esboza su autobiografía:

“Mis padres me enseñaron la imaginación, las múltiples realidades, el amor a los animales, el baile, la música, el orientalismo, el misticismo, el desdén por el dinero. Me permitieron desarrollar mi verdadera naturaleza, la de “partícula revoltosa”, cualidad que heredó mi hija Helenita y que los sabios acaban de descubrir. Estas partículas producen desorden sin proponérselo y actúan siempre inesperadamente, a pesar suyo”.

Relata que su infancia la pasó en Iguala, Guerrero, donde fue una latosa “salvaje” cuyas travesuras incluyeron fugas al monte, una etapa de asaltante a mano armada y otra de pirómana. “Eran tiempos felices, aventureros y gloriosos. Mi tío Boni se reía de mis desmanes y me leía a Manrique, a San Juan de la Cruz y a Fray Luis de León”.

Con la intención de corregirla, su padre la envió a la Ciudad de México. Alojada con las hermanas de su madre, “hieráticas, hermosas y disciplinadas”, estudió la secundaria, el bachillerato y comenzó la universidad.

“A los 17 años fui coreógrafa del Teatro de la Universidad. El director era Julio Bracho. Debutamos en el Teatro de Bellas Artes con un éxito tan grande que los amantes del arte se movieron con rapidez para destruir al grupo. Opinaron que pegar carteles en la ciudad anunciando Las troyanas era hacerse publicidad. Xavier Villaurrutia me llamó, quería montar Perséfone, de André Gide. Agustín Lazo haría los decorados. Lazo me quería bien: ‘Qué niña tan linda y tan inteligente’, decía.

“Un día llegó de Estados Unidos mi primo Pedro, guapísimo, parecido a un dios griego. Con él fui a mi primer baile de 7 a 9 en casa de unas primas. Pedrito iba de azul marino. Yo también, con un cuello blanco de piqué. Un joven se acercó a invitarme a bailar. ‘No bailo’, dije. Me tiró del brazo: ‘La conozco muy bien. Es usted una puritana y ahora viene con el pastor protestante de su parroquia’, dijo con insolencia. Era Octavio Paz”.

Con ese joven insolente se casó en 1937 y tuvo una hija. “Abandoné a mis maestros”: Julio Jiménez Rueda, Samuel Ramos, Julio Torri, Enrique González Martínez, y le perdió la pista a un compañero de clase, Carlos A. Madrazo. Pero no se quedaría quieta y eso exasperó a su marido, que le decía: “La mujer debe ser el regazo donde reposa el guerrero”, algo difícil de digerir para una partícula revoltosa.

El matrimonio duró hasta 1959, cuando Paz tramitó un divorcio exprés en la fronteriza Ciudad Juárez.

“Paz vivía encandilado por los sentimientos contradictorios que le provocaba su esposa”, dice Poniatowska. Y agrega que, ya divorciados, el poeta vivía temeroso de se le presentara Elena Garro en algún sitio público y provocara un escándalo; lo cual nunca sucedió pero él insistía: “Es de armas tomar, es tremenda” (La Jornada Semanal).

En público, cada cual reconocería los méritos literarios de su expareja. Ella siempre declaró que Octavio Paz era el mejor poeta de México; él afirmaba que Elena Garro era la mejor escritora mexicana. Pero en privado afloraba el resentimiento. “Elena es una herida que nunca se cierra, una llega, una enfermedad, una idea fija”, diría él a sus amigos cercanos; “por Octavio no tengo odio ni tengo amor. Fue un incidente en mi vida, un incidente muy desdichado, con unas consecuencias incalculables”, comentaba ella.

La producción literaria de Elena Garro fue amplia e incluyó cuentos (como el célebre relato “La culpa es de los tlaxcaltecas”), obras de teatro (Felipe Ángeles, Un hogar sólido, La señora en su balcón, Andarse por las ramas, La dama boba, entre otras) y novelas (Los recuerdos del porvenir). También escribió poesía, la cual permaneció inédita.

En el ámbito periodístico, publicó entrevistas y artículos sobre la condición de la mujer, las injusticias en el campo mexicano y con las poblaciones indígenas, el autoritarismo político en México, la necesidad de renovar la democracia… Esto la fue colocando en el ojo del huracán.

Después de la sangrienta represión de 1968 en Tlatelolco debió huir de México. Unos la acusaban de estar detrás del movimiento estudiantil, de pretender derrocar al gobierno; otros, de haber traicionado a ese movimiento.

“Yo me he equivocado en todo”, dijo al periodista Carlos Landeros en 1980, en Madrid. “Yo no tenía por qué haber intervenido en la política de México, ni haberme metido en nada, porque como no entiendo gran cosa de eso, pues menudo lío en el que me metí sin darme cuenta. ¿Qué porque me pareció Carlos Madrazo muy inteligente empecé a escribir acerca de él? Pues en política, esa no es una razón válida. La política es mucho más compleja. Hay una cantidad de intereses creados sobre los cuales nunca debí haber dicho nada. Tenía que haber escrito mis cuentos y punto… Pero que después de once años me sigan tratando como me tratan, ¡ya no lo entiendo! Por eso sí creo en lo que en cierta ocasión me dijo Max Aub: “Hijita, todo es personal”. Así que he llegado a la conclusión de que para hundirse no necesitas tener muchos enemigos, porque con uno basta”.

La investigadora Patricia Rosas Lopátegui afirma que sobre la autora se creó una leyenda negra, sostenida durante años. “El pensamiento patriarcal y misógino buscó desacreditar a Elena Garro por ser una escritora anticonvencional y crítica del statu quo, por ser una mujer que no se alineaba ni doblegaba. Para demeritarla, lo más fácil fue etiquetarla como alguien difícil, rara, polémica, loca y puta”.

Rosas Lopátegui ha escrito varios libros acerca de Elena Garro. Es parte de la oleada de estudios académicos en torno a la autora de Los recuerdos del porvenir.

En 1980, Emmanuel Carballo escribió: “Elena Garro está tan sola como todas las personas que dicen en voz alta lo que piensan, a las que condenan al ostracismo los acomodaticios”.

En 1982, ella lo confirmaría: “Me jacto de decir lo que pienso y de firmar lo que escribo”.

Elena Garro pudo volver a México en 1993. El 22 de agosto de 1998 murió en Cuernavaca.

Y como si el espíritu de la partícula revoltosa convulsionara el mundo editorial: entre 1999 y 2017 aparecieron más de 60 libros acerca de la literatura y la figura de la escritora. En respuesta, algunos académicos y escritores reaccionaron cuestionando la obra de Elena Garro. Incluso llegaron a poner en duda los recuerdos que ella tenía de su propia vida; a estos escépticos, Elena podría responderles citando una vez más la frase que tanto le gustaba de Ortega y Gasset: “Lo que no es vivencia es academia”.

[ Gerardo Moncada ]

Otra obra de Elena Garro:
Felipe Ángeles.

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