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La Ciudad de México y la melancolía de José Emilio Pacheco

«Usted no es de aquí, Padre; usted no conoció a México cuando era una ciudad chica, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad tan terrible de ahora. Entonces una nacía y moría en la misma colonia sin cambiarse nunca de barrio. Una era de San Rafael, de Santa María, de la Roma. Había cosas que ya jamás habrá…» (La zarpa, JEP).

José Emilio Pacheco era un escritor acucioso, atento a los cambios que experimentaba la capital mexicana; los observaba y los padecía. En su literatura y en su poesía rescató momentos, edificios, calles, parques, cines, creencias populares, costumbres que rápidamente se disolvían. «No hay memoria del México de aquellos años, y a nadie le importa».

En 1989, con cierta torpeza, le pregunté si sentía nostalgia por lo que en otro tiempo fue la Ciudad de México.

-La nostalgia es ya un lugar común -respondió, con un dejo de cansancio-. Yo no tengo ninguna nostalgia por la ciudad.
-Sin embargo, siempre se refiere a ella como un lugar perdido.
-Porque es un lugar totalmente perdido.
-Quiero decir que sus referencias son, en general, añoranzas.
-¿Y de qué otra manera se puede recordar el pasado?
-Siempre se refiere a la ciudad de los años de 1950.
-¿A qué otra me puedo referir? -cuestionó y me miró con impaciencia.
-A la del presente…
-Hice un libro sobre la ciudad del presente. Mi error fue no querer parecer oportunista y titularlo Miro la tierra. Es el anterior a Ciudad de la memoria, pero todo el mundo los confunde.

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Los puntos de encuentro

José Emilio Pacheco rechazaba las entrevistas. No hallaba cómo disculparse, pero declinaba cualquier solicitud en forma tajante. Tenía dos razones: «los libros deben hablar por los escritores y no a la inversa, el autor no es una celebridad, es una fuerza impersonal, alguien que realiza un trabajo colectivo, una persona a quien la sociedad le ha dado el encargo tácito de hablar de las cosas».

Por otro lado, le angustiaba la fugacidad del tiempo. «Para nada nos alcanza. Ya ni siquiera visita uno a los amigos. Y todavía hay que lidiar con los cronófagos, como los llama Goethe. A mí me parece increíble que personas como Alfonso Reyes recibieran tantas visitas, dieran entrevistas, atendieran todo tipo de correspondencia y todavía escribieran. Antes, con la cultura de los cafés, uno podía asistir a ellos el tiempo que quisiera. No había que hacer citas, ahí conversaba o daba entrevistas. Pero eso terminó en los años de 1960, con la aparición de los Vips y los Dennys».

Así, este texto no es una entrevista. Es un conjunto de breves conversaciones que ocurrieron al final de varias conferencias que dio JEP en el Colegio Nacional en el año de 1989.

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Las ruinas de México

La pérdida de los lugares donde la memoria había echado raíces era una constante en los relatos de JEP. Por lo general, cuando sus personajes (o sus versos) se refieren a una casa o un entorno que habitaron o frecuentaron, sólo lo hacen para indicar que ya no existe:

De aquella parte de la ciudad que por derecho
de nacimiento y crecimiento, odio y amor,
puedo llamar la mía (a sabiendas
de que nada es de nadie),
no queda piedra sobre piedra.
Esa que allí no ves, que no está
ni volverá a alzarse nunca,
fue en otro mundo la casa
donde nací.
La avenida que pueblan damnificados
me enseñó a caminar.
Jugué en el parque
hoy repleto de tiendas de campaña.
Terminó mi pasado.
Las ruinas se desploman en mi interior.
Siempre hay más, siempre hay más.
La caída no toca fondo.
(«Las ruinas de México», 1986)

En su opinión, el desastre que vivió la Ciudad de México con el terremoto de septiembre de 1985 era el punto culminante de una progresiva y constante destrucción.

«Me llama la atención la característica precursora de Alfonso Reyes. En Palinodia del polvo él escribe: ‘cuando terminan su obra los constructores del desierto, surge el espanto social’. En una época en que no se usaba todavía el término ecología, cuando se pensaba que la tierra se autorregeneraba y por lo tanto no importaba tirar árboles porque volverían a crecer o pronto la ciencia encontraría sustitutos, Reyes observa que se está devastando el valle donde había lagos y bosques, así como un precario equilibrio natural.

«Juan José Tablada escribiría un texto sobre la proliferación del automóvil y sus efectos en la ciudad. Federico Gamboa describe en Santa la contaminación de las aguas del río Magdalena por los desechos de la fábrica donde trabajaban los hermanos de Santa. Para 1958, cuando Carlos Fuentes titula su novela La región más transparente del aire, la frase ya tiene un sentido irónico. Un caso sorprendente es El día del derrumbe, de Juan Rulfo, donde hasta las fechas se aproximan a lo ocurrido en septiembre de 1985.

«Yo creo que toda la literatura mexicana del siglo XX podría verse como un gran presagio de 1985».

De ahí que escribiera:

Sacamos toda el agua de la ciudad, destruimos,
por usura, los campos y los árboles.
En vez de tierra a nuestras plantas quedó
un sepulcro de fango árido
y rencoroso, malignamente incapaz
de amparar lo que sostenía.
La ciudad ya estaba herida de muerte.
El terremoto vino a consumar
cuatro siglos de eternas destrucciones…

Y más adelante:

Esta ciudad no tiene historia,
sólo martirologio.

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Contra la nostalgia

«Actualmente veo como un movimiento de reflujo en la literatura, como si se planteara: ‘después de todo es una ciudad interesante’ -comentó JEP levantando ligeramente los hombros; hizo una pausa-. Se dice que en el año 2009 los escritores se referirán a la ciudad de ahora como nosotros lo hacemos de la de los años de 1950. Quién sabe si para ese año todavía exista la Ciudad de México».

Un comentario de JEP acerca de los ciegos tal vez fuera plenamente aplicable a él mismo y sus recuerdos urbanos: «no hay mayor dolor que haber visto y ya no ver».

-Pareciera que aquella ciudad era mejor que la actual -insistimos.
-Sí -responde de inmediato-. Y lo era. No digo que haya habido una ‘edad de oro’ a partir de la cual todo fuera decadencia. Definitivamente no es así. Esta ciudad siempre ha estado destruyéndose. Lo que ocurre es que la memoria es como un filtro que va decantando lo mejor de nuestro pasado y olvida lo desagradable, de lo contrario sería imposible vivir. Al escribir acerca de la ciudad, mi intención no es nostálgica, en todo caso es melancólica».

En efecto, JEP no anhelaba una vuelta al pasado, el regreso de lo ido. En su poemario Ciudad de la memoria aparece «Certeza»:

Si vuelvo alguna vez por el camino andado
no quiero hallar ni ruinas ni nostalgia.

Lo mejor es creer que pasó todo
como debía.
Y al final me queda
una sola certeza:
haber vivido.

Asimismo, poco tiene de nostálgico el último conjunto de versos de «Las Ruinas de México»:

No quiero darle tregua a mi dolor
ni olvidar a los que murieron
ni a los que están a la intemperie.
Todos sufrimos la derrota,
somos víctimas del desastre.
Pero en vez de llorar actuemos:
Con piedras de las ruinas hay que forjar
otra ciudad, otro país, otra vida.

[Gerardo Moncada]

 

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