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Libro del Buen Amor, de Juan Ruiz Arcipreste de Hita

Aunque se le considera la obra más notable del Medievo español, su ambigüedad le ha conferido una fuerte carga de misterio que ha prevalecido a lo largo de siete siglos.

«…puesto que es humana cosa pecar, si algunos quisieran (no se lo aconsejo) usar del loco amor, aquí hallarán algunas maneras para ello. Y así este mi libro bien puede decir a cada hombre o mujer, al cuerdo y al no cuerdo, al que razone bien, escogiere la salvación y obrare bien amando a Dios, y al que prefiera el amor loco en el camino que anduviere: Intellectum tibi dabo» [Inteligencia te daré].

…y Dios sabe que mi intención no fue hacerlo para dar pauta de pecado ni por mal hablar, sino para despertar en toda persona la buena memoria del bien obrar y dar ejemplo de buenas costumbres y consejos de salvación, y para que todos estén avisados y se puedan mejor defender de tantas mañas como algunos usan para el loco amor…

Compúselo también para dar a algunos lección y muestra de metrificar, rimar y trovar, pues trovas y notas y rimas y dictados y versos van hechos cumplidamente, según esta ciencia requiere… (Introducción)

A lo largo de setecientos años, el Libro del Buen Amor ha generado discusiones académicas, debates hermenéuticos y polémicas filológicas acerca de si es autobiografía amorosa, fábula milesia, poesía escolar de tradición ovidiana, maqama (género de la literatura árabe)… o sátira de esos géneros. Asimismo, se ha especulado si el autor del texto realmente se llamaba Juan Ruiz, si en verdad estuvo preso (o sólo vivía en una cárcel emocional) y si era un «moralizador alegre» o simulaba serlo para deslizar mensajes picarescos. Esas y otras controversias continúan en pleno siglo XXI.

Tú que al hombre formaste, ¡oh mi Dios y Señor!
ayuda al Arcipreste, infúndele valor;
que pueda hacer aqueste Libro de Buen Amor
que a los cuerpos dé risa y a las almas vigor.
[…] Y porque mejor sea de todos escuchado,
os hablaré por trovas y por cuento rimado;
es un decir hermoso y es arte sin pecado,
razón más placentera, hablar más delicado.
(Invocación)

El Libro del Buen Amor es un relato poético versátil y ambiguo, lo cual le confirió un carácter polisémico. Por ejemplo, el autor se apoyó en una corriente usual en el Medievo dentro de la poesía cancioneril y la ficción sentimental. En dicha corriente se relataban historias íntimas que podían derivar en legendarias biografías amorosas cargadas de invención literaria. Pero Juan Ruiz la retomó para parodiarla. Esto propició una confusión entre los lectores, que por siglos pensaron que el autor relataba experiencias personales.

«Su obra es un ‘librete de cantares’ en el que experimenta diversos recursos métricos, populares y cultos, muchos de los cuales no han llegado hasta nosotros, bien por haberse perdido o bien por no haberse puesto nunca por escrito. La misma variedad de la métrica la reconocemos en el amplio muestrario de géneros que despliega (el sermón universitario, la épica burlesca, el exemplum, las pastorelas, las oraciones litúrgicas o las fábulas), una gran parte tratados en forma paródica, lo que obliga al lector a conocer los referentes serios para apreciar la burla», recomiendan los académicos María Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua (Historia de la literatura española, Crítica, 2012).

Palabras son del sabio y díjolo Catón:
el hombre, entre las penas que tiene el corazón,
debe mezclar placeres y alegrar su razón,
pues las muchas tristezas mucho pecado son.
[…] En general, a todos dedico mi escritura;
los cuerdos, con buen seso, encontrarán cordura;
los mancebos livianos guárdense de locura;
escoja lo mejor el de buena ventura.

Son las de Buen Amor, razones encubiertas;
medita donde hallares señal y lección ciertas,
si la razón entiendes y la intención aciertas,
donde ahora maldades, quizá consejo adviertas.

Donde creas que miente, dice mayor verdad,
en las coplas pulidas yace gran fealdad;
si el libro es bueno o malo por las notas juzgad,
las coplas y las notas load o denostad.

De músico instrumento yo, libro, soy pariente;
si tocas bien o mal te diré ciertamente;
en lo que te interese, con sosiego detente
y si sabes pulsarme, me tendrás en la mente».
(Propósito del Libro del Buen Amor)

El amor, el humor y el aprendizaje

A lo largo del Libro del Buen Amor, el protagonista sufre una serie de descalabros sentimentales. El recurso narrativo de estructurarla como falsa autobiografía consolida la unidad de los relatos y refuerza la comicidad, pues los fracasos recaen sobre el relator, al tiempo que se acentúan las enseñanzas, que estarían respaldadas por la experiencia.

«El origen de este recurso ha originado un debate inagotable entre posibles modelos orientales y occidentales, que últimamente parecen inclinarse hacia la rica tradición de la literatura latina medieval de ámbito escolar, que abarcaría desde comedias elegíacas, como el Pamphilus de amore o el De vetula, hasta manuales de educación, como el Facetus, con el que coincide en considerar el aprendizaje amoroso como parte de la buena crianza» (Lacarra y Cacho).

Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,
por el sustentamiento, y la segunda era
por conseguir unión con hembra placentera.

Si lo dijera yo, se podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.

De lo que dice el sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.

Que dice verdad el sabio claramente se prueba;
hombres, aves y bestias, todo animal de cueva
desea, por natura, siempre compaña nueva
y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.

Digo que más el hombre, pues otras criaturas
tan sólo en una época se juntan, por natura;
el hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,
siempre que quiere y puede hacer esa locura.

Prefiere el fuego estar guardado entre ceniza,
pues antes se consume cuanto más se le atiza;
el hombre, cuando peca, bien ve que se desliza
mas por naturaleza, en el mal profundiza.

Yo, como soy humano y, por tal, pecador,
sentí por las mujeres, a veces, gran amor.
Que probemos las cosas no siempre es lo peor;
el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.

Obra del mester de clerecía

Con la intención de resaltar la importancia del Libro del Buen Amor, varias casas editoriales lo presentan ahora como una «obra representativa del mester de clerecía». Los estudios del Medievo han contrapuesto al popular mester de juglaría el de clerecía, y han puesto énfasis en que este último era practicado por clérigos con altos estudios, amplio vocabulario, sólida cultura y capaces de ser rigurosos en la métrica de sus estrofas.

Si bien el autor del Libro del Buen Amor encaja en ese perfil, los académicos actuales recelan de clasificar así esa obra, pues sólo acentúa la ambigüedad, ya que el mester de clerecía se volvió un cajón de sastre, o más bien un desastre de categoría literaria.

«La escasez de nombres genéricos, o la falta de precisión con la que los autores medievales denominaban sus obras, en parte explica el éxito del marbete ‘mester de clerecía’, empleado para designar un género que incluye una treintena larga de obras, escritas entre los siglos XIII y XIV con la misma métrica, pero cuyos supuestos estéticos, intención, trasfondo cultural, etc., son bien distintos», señalan Lacarra y Cacho.

Y añaden que incluso los versos en el Libro del Buen Amor con frecuencia se desvían del rigor formal, alternando el verso alejandrino (7+7 sílabas) con otras modalidades, como versos de 8+8 o hemistiquios mixtos (7+8). «La maestría de Juan Ruiz se manifiesta no sólo en la variedad de metros empleados sino en la adaptación de la rígida cuaderna vía a otros criterios más flexibles de los que resultan ritmos más fluidos y menos sincopados».

Me hizo entrar mucha aína
en su venta, con enhoto;
y me dio hoguera de encina,
mucho conejo de Soto,
buenas perdices asadas,
hogazas mal amasadas
y buena carne de choto.

De vino bueno un cuartero,
manteca de vacas, mucha,
mucho queso de ahumadero,
leche, natas y una trucha;
después me dijo: «¡Hadeduro!,
comamos de este pan duro,
luego haremos una lucha».

Cuando el tiempo fue pasando,
fuime desentumeciendo;
como me iba calentando
así me iba sonriendo.
Observóme la pastora;
dijo: «Compañero, ahora
creo que voy entendiendo».

La vaqueriza, traviesa,
dijo: «Luchemos un rato,
levántate ya, de priesa;
quítate de encima el hato».
Por la muñeca me priso,
tuve que hacer cuanto quiso,
¡creo que me fue barato!
(La serrana vaquera, Chata de Malangosto)

Una época vital

En el «otoño del Medievo» cobró especial auge el gozo por la vida. Y es que en el siglo XIV la peste bubónica (Muerte Negra) azotó a campesinos y principalmente a los habitantes de ciudades, diezmando más de la mitad de la población auropea. Ante el horror que causó, los sobrevivientes «ya sólo vivían para cavilar acerca de la precariedad de todo lo terreno», dice el historiador Johannes Bühler.

Y añade: esta etapa medieval fue incomparablemente movida, activa y despierta a las emociones. En palabras de Johan Huizinga: «El continuo contraste y las formas abigarradas en que todo se imponía al espíritu daban a la vida cotidiana, en aquella época, un encanto, una sugestión apasionada que se manifiestan en las tendencias más dispares, el desenfreno más grosero, la violencia más brutal y la ternura más entrañada, entre las que oscila constantemente la vida de las ciudades medievales».

En contraste, y aunque había declinado el poder moral del papado (no su potencia monetaria), «jamás habrá habido otra época en que tanto se haya moralizado, de palabra y por escrito, como en ésta» (Vida y cultura en la Edad Media, Johannes Bühler, FCE, 1983).

El Libro del Buen Amor se desarrolla, tocando ambos polos de esa paradoja: el goce vital y la exaltación moral y religiosa.

Amor hace sutil a quien es hombre rudo;
convierte en elocuente a quien antes era mudo,
quien antes fue cobarde, después todo lo pudo;
al perezoso obliga a ser presto y agudo.

Al joven le mantiene en fuerte madurez;
disimula en el viejo mucho de su vejez,
hace blanco y hermoso al negro como pez;
el Amor da prestancia a quien vale una nuez.

Aquel que tiene amores, por muy feo que sea
y lo mismo su dama, adorada aunque fea,
el uno como el otro no hay cosa que vea
que tan bien le parezca ni que tanto desea.
[…] Una falta le hallo al Amor poderoso
la cual a vos, señoras, descubrirla no oso;
pero no me toméis por decidor medroso,
aquí está: que el Amor es un gran mentiroso.

De la ceremonia a la fiesta

El análisis del discurso carnavalesco como expresión de la cultura popular adquirió relevancia en la segunda mitad del siglo XX. «Gracias a su posible lectura ‘festiva’ adquieren nuevos y múltiples matices ciertos temas, motivos, formas, estructuras, e incluso estilos, habituales desde la poesía tradicional hasta los juegos carnavalescos del Libro del Buen Amor o la prosa de ficción del siglo XV, caballeresca y sentimental», señalan los académicos Lacarra y Cacho.

Y agregan que esta mirada hacia el juego o al espectáculo permite percibir la literatura en su interrelación con la realidad vital cotidiana. Por esta vía es posible asomarse a lo que algunos críticos han llamado la ‘cara oculta de la literatura’.

En este sentido, uno de los festejos más populares del Medievo era el carnaval, como cierre del invierno y anuncio de la primavera. Esta celebración de goces y excesos se remontaría a orígenes paganos en los que las máscaras se empleaban para alejar espíritus malignos. Aunque la Iglesia lo convirtió en la antesala de la Cuaresma, existen testimonios literarios e iconográficos que parecen mostrar una confrontación entre los partidarios de Carnal y los de Cuaresma, como parte de la tradición popular. (En este cuadro de Pieter Brueghel de 1559 se escenifica de manera jocosa -en la parte baja- la batalla entre Carnal y Cuaresma.)

De mí, doña Cuaresma, justicia de la mar,
alguacil de las almas que se habrán de salvar,
a ti, Carnal goloso, que nunca te has de hartar,
el Ayuno, en mi nombre, te va a desafiar.

De hoy en siete días, a ti y a tu mesnada
haré que en campo abierto batalla sea dada;
hasta el Sábado Santo habrá lid continuada,
de muerte o de prisión no tendrás escapada.
[…] Las cartas recibidas, don Carnal orgulloso,
mostrábase esforzado, pero estaba medroso;
no quiso dar respuesta y vino presuroso
con una gran mesnada, pues era poderoso.
[…] Todos amodorrados fueron a la pelea;
forman las unidades mas ninguno guerrea.
La tropa de la mar bien sus armas menea
y lanzáronse a herir todos, diciendo: ¡Ea!

El primero de todos que hirió a don Carnal
fue el puerro cuelliblanco, y dejólo muy mal,
le obligó a escupir flema; ésta fue la señal.
Pensó doña Cuaresma que era suyo el real.
[…] Trajéronlos atados, para que no escapasen,
ante la vencedora, antes que se librasen;
mandó doña Cuaresma que a don Carnal guardasen
y que doña Cecina y al tocino colgasen […]

Moros y cristianos

Entre los diversos atributos del Libro del Buen Amor está el ofrecer un retrato de una época tolerante y plural, en la que convivían en la península ibérica cristianos, moros y judíos, con sus diferentes culturas interactuando y en tensión constante. Dicha convivencia explica la inclusión de algunos arabismos en la literatura española.

Esta circunstancia llevó a varios especialistas a ver el origen de este Libro… en el maqamat, género árabe de obras escritas en prosa rimada con base en anécdotas protagonizadas por un pícaro vagabundo que logra embelesar al público con elocuentes relatos. Esta estructura ya había sido adoptada por autores hispanohebreos, como Ibn Sabarra en su Libro de las delicias (siglo XII). También se habla de otro modelo posible: el tratado amoroso de Ibn Hazm El collar de la paloma (siglo XI), con el que coincide en pasajes y en el personaje de la alcahueta.

Sin embargo, «para asimilar y copiar una estructura literaria se requiere o bien que el autor cristiano domine la otra lengua de suerte que le permita leer una obra muy elaborada, o bien la existencia de una traducción. Ninguno de estos requisitos nos consta que se produjeran en el caso de Juan Ruiz, por lo que es más probable que se inspirara en modelos occidentales», afirman Lacarra y Cacho.

Agregan que Juan Ruiz, al convivir en Hita inmerso en las tres culturas, tendría cierta familiaridad con la variedad dialectal andalusí, de ahí que intercalara expresiones en árabe. «Los contactos orales con la comunidad mudéjar o con la judía, que compartía patrimonio narrativo con los árabes, son la vía a través de la cual circularían cuentos y proverbios. No es difícil suponer que directamente, o a través de intermediarios, los cristianos escucharan historias que luego plasmaran en sus obras, como El cuento de los astrólogos y el hijo del rey Alcaraz».

Tal convivencia, por supuesto, generó mucho más que intercambios lingüísticos y culturales. La pasión amorosa no era sólo un producto de la imaginación literaria plasmada en poemas y relatos.

«La belleza y sensualidad atribuidas a algunas moras podían favorecer las relaciones eróticas, en las que nunca hay que olvidar su condición social y profesional. La inclinación de la clerecía medieval hispana por estas mujeres resulta reveladora, según reflejan las prohibiciones realizadas desde el Concilio de Valladolid (1332) hasta el de Aranda (1473), señal de lo arraigado de las costumbres. En esta tradición alcanza un sentido más irónico un episodio del Libro del Buen Amor […] En el contexto en el que las musulmanas podían rezumar sensualidad, el rechazo femenino del Libro del Buen Amor invertía la herencia histórica y literaria, en un mundo en el que don Amor era recibido con entusiasmo por los clérigos. El episodio de Juan Ruiz es más insólito en la tradición literaria hispánica, en la que persiste el tema de la mora que atrae irremisiblemente a los hombres» (Lacarra y Cacho).

Para olvidar la pena, la tristeza, el pesar,
a la vieja pedí me ayudase a casar;
habló con la mora, no quiso ésta escuchar,
ella hizo buen seso, yo hice mucho cantar.

Dijo Trotaconventos a la mora por mí:
«¡Amiga, amiga mía, cuánto ha que no os vi!
No se os ve por el mundo, ¿cómo es que sois así?
Amor nuevo os saluda». Dijo ella: «Leznedrí» [No entiendo].

«Hija, mucho os saluda uno que es de Alcalá
y os envía una zodra con aqueste albalá;
el Señor os protege, muchas riquezas ha.
Tomadlo, hija, señora». La mora: «Legualá» [No, por Alá].

«Hija, ¡así el Criador os dé paz y salud!
no se lo desdeñéis, pues más traer no pud’;
buen mensaje he traído, contestadme ala ud [con amor],
no me echéis sin respuesta». Dijo la dama: «Ascut» [¡Calla!].

Comprendiendo la vieja, que nada hacía allí,
habló: «De cuanto os dije, otro tanto perdí;
si no respondéis nada, quiérome ir de aquí».
Cabeceó la mora y dijo: «¡Amxy, amxy! [¡Vete, vete!].

Escritores letrados

Juan Ruiz era uno de los escritores que dejaba huella de sus estudios legales en sus obras. Lo mismo cita un discurso forense (cuento del mono de Buxia) que la disputa entre griegos y romanos, referida por el jurista Accusio:

Así ocurrió que Roma de leyes carecía;
pidióselas a Grecia, que buenas las tenía.
Respondieron los griegos que no las merecían
ni había de entenderlas, ya que nada sabía.

Pero, si las quería para de ellas usar,
con los sabios de Grecia debería tratar,
mostrar si las comprende y las merece lograr;
esta respuesta hermosa daban por se excusar.

Los romanos mostraron en seguida su agrado;
la disputa aceptaron en contrato firmado,
mas, como no entendían idioma desusado,
pidieron dialogar por señas de letrado […]

El historiador Johannes Bühler refiere que en el siglo XIV, «en casi todos los organismos de la administración medieval, lo mismo en la curia pontificia que en la cancillería imperial y entre los regidores de las ciudades, imperaban en términos verdaderamente inconcebibles, a veces casi grotescos, la corrupción, la malversación, el soborno». Lacarra y Cacho agregan que la acusación de avaricia llegó a convertirse en un lugar común en la literatura, en especial si se trataba de abogados. El Arcipreste no fue ajeno al tema.

Yo vi en Roma, do está la Santidad,
que todos al dinero tratan con humildad,
con grandes reverencias, con gran solemnidad;
todos a él se humillan como a la Majestad.
[…] Ganaba los juicios, daba mala sentencia,
es del mal abogado segura mantenencia,
con tener malos pleitos y hacer mala aveniencia:
al fin, con los dineros se borra penitencia.

¿Quién fue Juan Ruiz?

Fuera de sus propias menciones en los libros, no hay mayores referencias de época acerca de este autor. Se sabe que cuando fue publicado el Libro del Buen Amor (1330) sí hubo un Arcipreste en Hita, que fue destituido, pero su nombre no era Juan Ruiz.

«Los esfuerzos académicos se han dirigido a localizarlo, tarea difícil por tratarse de un nombre muy común, con numerosas variantes documentales, tanto en romance como en latín […] La identificación más fiable, propuesta por F. Hernández, nos conduce hacia un ‘venerabilis Johannes Roderici archipresbiter de Fita’, que firma como testigo en un pleito entre el arzobispado de Toledo y los párrocos de Madrid en 1330. En este caso, nombre y cargo coinciden en una fecha y en un contexto histórico-geográfico adecuados para suponerle el autor de la obra» (Lacarra y Cacho).

Dijo doña Garoza: «Tengas buena ventura:
del Arcipreste quiero que pintes la figura
y, tal como ella sea, digas cuál es su hechura;
no respondas con bromas, que te hablo con cordura.

Señora -diz la vieja-, yo le veo a menudo;
el cuerpo tiene alto, piernas largas, membrudo,
la cabeza no chica, velloso, pescozudo,
el cuello no muy alto, pelinegro, orejudo.

Las cejas apartadas, negras como el carbón,
el andar muy erguido, así como el pavón,
el paso firme, airoso y de buena razón,
la su nariz es larga; esto le descompón.

Las encías bermejas, sonora voz usual,
la boca no pequeña; son sus labios, tal cual,
más gruesos que delgados, rojos como el coral;
las espaldas muy anchas; las muñecas, igual.

Ojos algo pequeños; de color, morenazo;
abombado su pecho y poderoso el brazo,
bien cumplidas las piernas; el pie, chico pedazo.
Señora, no vi más; en su nombre os abrazo».

De la popularidad al olvido… y a la posteridad

«Así yo, en mi poquilla ciencia y mucha y gran rudeza, comprendiendo cuántos bienes hace perder el loco amor del mundo al alma y al cuerpo y los muchos males que les apareja y trae, hice esta chica escritura en memoria de bien, escogiendo y deseando con buena voluntad la salvación y gloria del Paraíso para mi alma…» (Introducción)

En su época, el Libro del Buen Amor tuvo amplia difusión. Formó parte de la biblioteca del rey Duarte de Portugal y se guardaba también entre los libros de Isabel la Católica en Segovia. Fue citado por autores destacados del siglo XV, como Juan Alfonso de Baena (en su Cancionero), el Arcipreste de Talavera y el marqués de Santillana (Prohemio e carta).

«Un libro tan proteico ha podido contar con difusión oral y escrita, dirigida a un público popular y culto, masculino y femenino […] La teatralidad de algunas escenas, como el relato del griego y el romano disputando por señas, o la comicidad de la legua macarrónica usada en el cuento de Pitas Payas, recalcan la importancia del contexto oral» (Lacarra y Cacho).

En algunas ediciones, esta obra sufrió censura. A fines del siglo XVIII fue publicada La colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, de Tomás Antonio Sánchez. Bibliotecario de Carlos III, este miembro de la Real Academia Española sentía un profundo interés por los textos antiguos. En el cuarto volumen de esa colección, refiere que se conservan tres manuscritos del Libro del buen amor y reproduce la versión conservada en Salamanca, pero omite algunos versos «para no ofender a los lectores».

Peor suerte corrió en 1830, con Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, de Manuel José Quintana. «Lastrado por los habituales desconocimientos lingüísticos de la época, considera los poetas medievales venerables antiguallas, objetos de aproximaciones eruditas, filosóficas, gramaticales o históricas, a los que ‘el poeta, sin gastar tiempo en estudiarlos, saluda con respeto, como a la cuna de su lengua y de su arte'» (Lacarra y Cacho).

Agustín Durán, en sus Romances caballerescos (1832), consideró el Libro del Buen Amor entre las obras representativas de creaciones artificiales, «compuestas por hombres del arte», alejadas de la auténtica poesía del pueblo.

Hoy no hay duda del lugar destacado que ocupa esta obra entre la producción literaria medieval y en la historia de la literatura española. Esto gracias a que los conocimientos se han incrementado notablemente, los esfuerzos interdisciplinarios se han multiplicado, al tiempo que las posturas tradicionalistas respecto al arabismo español han evolucionado hacia planteamientos más objetivos. En este proceso ha destacado la apertura de horizontes de la crítica hispánica.

La bibliógafa María Brey, en el prólogo a su cuidadosa versión modernizada del Libro del Buen Amor (Castalia), escribió: «Poco ducho en la técnica literaria, desproporcionado, con un plan de composición escasamente perfilado, aprovechando temas de aquí y de allá, el Arcipreste posee la gracia, el don de la observación, la espontaneidad fragante, el vigor para convertir lo consabido en novedad, de tal modo que la poesía anda entre sus estrofas sana, joven, bella y sin afeites».

Cualquiera que lo oiga, si hacer versos supiere,
puede más añadir y enmendar, si quisiere;
ande de mano en mano, téngalo quien pidiere,
cual pelota entre niñas, tómelo quien pudiere.

Ya que es de Buen Amor, prestadlo de buen grado,
no desmintáis su nombre, no lo hagáis reservado
ni lo deis por dinero, vendido o alquilado,
porque pierde su gracia el Buen Amor comprado…

[ Gerardo Moncada ]

 

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